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La materia en pie

Franck Maubert lo cuenta todo sobre El hombre que camina de Giacometti

Frank Maubert.

En Saint-Paul-de-Vence, pueblo de los Alpes Marítimos donde reposan los restos de Marc Chagall, tiene su sede la Fundación Maeght, una de las grandes colecciones privadas de arte del siglo veinte. Allí llegó en agosto de 1973 un joven de 18 años llamado Franck Maubert, y allí vio, por vez primera, El hombre que camina de Alberto Giacometti.

El impacto de ese encuentro, que acompaña desde entonces al escritor francés, es el motor que anima la redacción de un ensayo homónimo donde se rastrea el origen de una fascinación y donde se advierten las huellas que impulsaron a Giacometti a dibujar, esculpir y, en definitiva, representar una y mil veces a ese peatón enigmático, turbador y a la vez tan reconocible, una de las plasmaciones más fecundas y reiteradas en la historia de la iconografía contemporánea, toda vez que su silueta impregna la conciencia del espectador actual con una intensidad parecida a la que han podido hacerlo las alegorías de la soledad de Hopper o las angustiosas carnicerías de Bacon.

El hombre que camina de Maubert reconstruye el nacimiento, desarrollo, impacto, peripecias y consolidación de los varios caminantes que Giacometti acometió en vida, hoy diseminados por los museos más importantes del mundo y que, como sucedió con uno de los seis ejemplares del llama do El hombre que camina I, se convirtió en la escultura más cara de la historia del arte tras alcanzar en 2010 un precio de 74 millones de euros, una obscenidad que, en todo caso, no debe alejar al lector de la declaración de amor que en realidad esconde el libro de Maubert. Un reconocimiento que no es otro que el intento por explicar, negro sobre blanco, las razones por las que una obra tan austera, mínima e incluso obvia como la de Giacometti posee semejante capacidad de conmoción.

Para ahondar en ese poder, Maubert ilumina buena parte del periplo formativo de Giacometti, desde su pasión por el arte etrusco y el arte egipcio a su aprendizaje en las fuentes de autores tan aparentemente alejados de su ámbito de interés como Pisano, Tintoretto o Rodin. Pero también acerca la obra de Giacometti al fermento intelectual de una época, la posguerra mundial, en la que su trabajo, sobre todo a partir de 1947, comenzará a situarse entre los más importantes del mainstream.

Es aquí, en el enclave posbélico, en un contexto que se ha asomado al abismo de la violencia sin fronteras y al vacío apocalíptico, donde las corrientes capitales del pensamiento de su tiempo, con el existencialismo a la cabeza, conectan con la simbología de Giacometti y con su búsqueda de un arte pura y decisivamente ligado a lo humano. Así, nadie como el poeta Yves Bonnefoy supo leer el empeño del artista suizo, ese propósito de "poner la materia en pie", del cual El hombre que camina es su más duradero logro y al que Maubert, y con él tantos adeptos, rinde el sincero homenaje que provoca el estupor de la maestría.

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