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RELACIONES HUMANAS

La zambullida

Un nuevo libro de Jonathan Littell y otro de Josep Maria Esquirol, indagan en las relaciones

La zambullida

El narrador sale de la piscina tras hacer unos largos, se cambia y comienza una breve carrera por la penumbra de un pasillo anexo al vestuario. Abre sucesivas puertas que le sitúan en diferentes territorios (una casa con jardín, un hotel, un apartamento, una ciudad devastada por la guerra, una selva tomada por el ejército) en los que se representa siete veces, con variaciones en las que los acontecimientos vacilan y se vuelven cada vez más inestables y desgastados, la zona oscura de las relaciones humanas más esenciales (la familia, la pareja, la soledad, el grupo, la guerra). La identidad misma del narrador se transforma ligeramente en cada una de esas siete variaciones provocando una lectura que atropella, que bloquea. Pero las conexiones funcionan dentro del texto gracias a una obsesión del autor por el ritmo que genera partes del libro sofocantes (muchas) combinadas con espacios más oxigenados (muy pocos). Con la estructura musical del Don Giovanni de Mozart al fondo de toda la narración, el círculo se cierra cada vez con la vuelta azarosa por el mismo pasillo hasta el vestuario, donde el narrador se cambia, se pone el gorro, las gafas de agua y luego se zambulle de nuevo en la piscina.

Entre el instante en que el narrador sale de la piscina y el momento en que se zambulle de nuevo en ella, experimenta un remolino de sensaciones oscuras en las que su mundo, sea en la versión de hombre, mujer o niño, da vueltas y vira al negro. Un mundo invadido por cuerpos, como si el ser humano se hubiera desprovisto de eso que llamamos alma y hubiera llegado al límite de su conciencia, saturada y aniquilada por una información inconexa y excesiva. Cuerpos cuyo reflejo aparece constantemente fragmentado en los espejos, en los álbumes de fotos, en las imágenes tomadas con un móvil en medio del horror de una guerra contemporánea: "Aunque visto en la pantallita de mi teléfono ese espectáculo horrible perdía toda su gravedad, empequeñeciéndose y adquiriendo un tinte casi abstracto, sin embargo, y eso es algo que yo sabía, seguro que no desmerecería cuando fuese descargado y difundido y apareciese en las pantallas del mundo entero, llegando a arrancar algunos de cuantos lo contemplasen unas lagrimitas de horror, que a su vez quedarían olvidadas en cuanto hiciesen el gesto de pasar a la imagen siguiente".

Jonathan Littell (Nueva York, 1967), nacionalizado francés y residente en Barcelona con su esposa belga y sus dos hijas, amante de la cultura griega y de la música clásica, políglota y nómada, nihilista con aire revolucionario, levantó con Las benévolas (RBA, 2006), novela que recibió el Premio Goncourt rechazado por el autor, un vendaval mediático en el que crítica y ventas fueron de la mano por una vez. En aquel caso, Littell se centraba en la naturaleza del crimen de Estado a través de la figura de Maximilian Aue, un verdugo nazi encargado de exterminar judíos sin miramientos. Littell escribía sobre el verdugo, indagando en su punto de vista, e impactaba con una perspectiva desde la que la filosofía, la ideología nazi, su manera de concebir el mundo, estaba cimentada en bases culturales muy sólidas. Aue venía a mostrar que, en un determinado periodo de la historia, aliarse con los nazis fue una opción ética, no es que eligiera ponerse de parte de los malos en plan Disney. Doce años después, una de las obsesiones que también gravita sobre Una vieja historia es comprender mejor las decisiones que cada uno toma y por qué las toma.

Hijo del reportero de guerra Robert Littell y autor del documental Wrong Elements, presentado en el Festival de Cannes en 2016 y que relata la historia de cuatro niños soldado en Uganda, Jonathan Littell plantea como trasfondo en los tres casos un mundo en que los valores deben referirse a algo, venir de algún lugar. El fracaso de las ideologías como punto de partida resulta evidente tanto en Las benévolas como en Wrong Elements y Una vieja historia da un paso más al ponernos sin contemplaciones ante una sociedad que vive de los restos de haber formado parte de los buenos, de la tranquilidad moral que eso le supone en una deriva vertiginosa en la que el deseo se convierte en una obligación manipulada sin escrúpulos por el consumismo, que no es sino una forma más de violencia.

Por todo ello, Littell insiste en que con esta nueva novela solo quiso describir la vida. Las explícitas escenas de sexo maquinal, desprovisto de todo lo que no sea impulso del cuerpo, se encadenan para trabajar narrativamente también ese aspecto de la violencia, del sometimiento. La vieja historia quizá no sea tanto una profundización en el concepto del mal como un mero reflejo de la vida que llevamos, aunque no de manera, digamos, objetiva, sino desde la concepción muy personal de su autor, que disfruta con el contrapunto de una prosa excelsa y un lenguaje muy preciso para proponer una visión del mundo en la que el mal es algo opaco, absoluto, desolador, sea desde la perspectiva de un verdugo nazi o del nudo de narradores en Una vieja historia: "El mal es un resultado, no es algo trascendente, ni el bien tampoco. Son acciones que no remiten a estados ajenos al ser humano, depende de la voluntad de las personas". Cuesta hacer la cena tras la lectura de este libro. Pero eso puede ser bueno.

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