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Cine

La vida de/por/según Ingmar

Ingmar Bergman fue, sin duda, uno de los mejores cineastas del siglo XX. Un siglo después de su nacimiento ¿mantiene su fuerza, su vigencia?

Ingmar Bergman.

Aparco el término genio porque últimamente se está convirtiendo en arma muy subjetiva, arrojadiza y escurridiza. Un puñado de datos objetivos avala la calidad de la obra de Bergman. Nueve Oscars más uno honorífico, un Globo de Oro, dos Osos de Oro en Berlin, una Palma de Oro, seis premios adicionales y seis nominaciones en Cannes, un Cesar de la Academia francesa€ Respecto a la valoración de los expertos, el portal Rotten Tomatoes muestra trece películas con un 100% de críticas favorables, siete con más del 90% y siete más superando el 80%. Los votos más populares de IMDB siguen esa línea.

¿Qué hizo él para merecer eso? Deslumbrar con inteligencia y sensibilidad, perfeccionismo y productividad, personalidad, carisma. Súmense no pocas imperfecciones y contradicciones; y cualidades de doble filo, como su relación las mujeres, subyugante y gratificante.

Su juventud estuvo marcada por la rigidez patriarcal y moral de su padre, pastor luterano, con el que chocó constantemente, y la rebeldía hacia sus maestros. Ingmar fue levantisco pero no sordo ni lerdo, véase las reflexiones filosóficas de calado en muchos de sus filmes. Como sus dos películas ambientadas en la Edad Media...

El manantial de la doncella (1960, guion de Ulla Isaksson) es una historia relativamente sencilla de crimen, castigo y remordimientos que sigue cortando la respiración. El séptimo sello (1957) es menos redonda, transparente el origen teatral del libreto y atractivo el leitmotiv de la muerte acechando y jugando al ajedrez. La auténtica partida está amañada sin que el caballero lo sospeche. O sí pero está de vuelta de todo, al contrario que su escudero. Impacta también el hiperrealismo en la ambientación, la finura de los personajes, los dosificados elementos simbólicos.

En gran parte del resto de su obra, Bergman introdujo algunos/ bastantes/ muchos elementos biográficos, con constantes temáticas. Su fascinación por las mujeres, sus inquietudes existenciales, sobrevenidas del fuerte carácter de su padre, su propia ambición y rebeldía, y la sensibilidad propia de los grandes artistas, con autocrítica o, como mínimo, momentos de duda.

Sobre el primero, es patente en sus tres musas, Harriet Andersson, Bibi Andersson y Liv Ullman. De extremada belleza las tres, cumplieron un (voluntario) peaje sexual a cambio de papeles memorables. A diferencia de Woody Allen a Bergman le gustaban bellas pero no virginales. Con otra paradoja personal, aun teniendo un poso machista (lo atestiguan cinco matrimonios, los romances con las citadas actrices, la desatención a sus hijos) no las despreciaba tanto como el neoyorquino, pocas veces cedió a chistes fáciles sobre ellas. En una entrevista (Bergman) comentó ¿ingenuamente? que las mujeres eran actrices natas porque no se avergonzaban de sí mismas. En varios filmes las mostró crípticas, inasibles y a la vez con admirables fortaleza e independencia. Peter Bradshaw, veterano crítico de The Guardian, las califica como diosas tragisexuales, y a Bergman como un hombre fascinado ante su misterio.

Ese ciclo mental y creativo de incomprensión-atención-creación-introspección alcanza su paradigma en otro de sus dramas que mantienen toda su fuerza: Persona (1966), sobre una actriz (Ullman) que se queda muda por una implosión emocional y una enfermera (Bibi Andersson) intentando curarla en una casa de verano. También se mira el cuarteado espejo del guión de Infiel (2000) dirigida por Liv Ullman.

En cambio un filme de su primera época, Una lección de amor (1954) tiene el registro opuesto, bromeando sobre la crisis de un matrimonio, su estancamiento, las infidelidades, con un punto cómico que recuerda a Lubitsch. Pocos personajes salen bien parados, como en tantas películas del director. Mujeres celosas y volátiles; hombres caprichosos y egoístas.

Otro de los filmes imprescindibles del sueco es Fresas salvajes (1957). A más de un neófito le despistará la historia de un viejo gruñón y egoísta que repasa su vida, sus miserias y sus alegrías en un viaje camino de un homenaje académico. Personaje contradictorio e inconsciente de ello, como no pocos de nosotros. De guinda, unas escenas surrealistas con reminiscencias espontáneas de Buñuel.

Mucho más (o menos de lo que intenta hacer creer) autobiográfica, es Fanny y Alexander (1982-83). De una miniserie televisiva de cinco capítulos extrajo un largometraje de tres horas y poco que obtuvo cuatro Oscars y dos decenas más de premios. Cuenta las alegrías y dramas de una familia desahogada, culta, abierta de mente a través de los curiosos ojos de una pareja de niños. Es otra de las obras inmortales del director, de las que te hunden en el sillón y deseas que no finalicen nunca. También (¿más?) autobiográfico y en doble formato es el guión de Las mejores intenciones (Bille August, 1992) que terminó de consolidar la leyenda de Bergman.

En la parte técnica hay que resaltar dos hechos muy ligados. La utilización del blanco y negro durante muchas décadas, un capricho bastante justificado. Y el trabajo de dos excelsos directores de fotografía, Gunnar Fischer (El séptimo sello, Fresas salvajes, Un verano con Mónica) y Sven Nykvist (El manantial de la doncella, Persona, Fanny y Alexander).

Este rápido, abreviado repaso con/reafirma que Bergman sigue siendo uno de los grandes. Y que muchas de sus películas mantendrán su fuerza muchas décadas más.

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