Los seguidores de las novedades editoriales sobre la II Guerra Mundial están de enhorabuena: una exhaustiva y rotunda aproximación de Dennis E. Showalter a uno de los episodios más brutales y decisivos del conflicto: La batalla de Kursk. Un capítulo fundamental que no tiene una bibliografía que le haga justicia. La apertura de archivos militares rusos ha permitido al autor acceder a documentos desclasificados para profundizar en un acontecimiento que marcó un antes y un después en el Frente Oriental. Ese caudal de información le permite esquivar las sombras del mito y entrar de lleno en los hechos contrastados. En la verdad más precisa y esclarecedora de la historia.

Recordemos: las tropas de Hitler habían sufrido un revés en Stalingrado y Berlín necesitaba doblar la apuesta para recuperar la iniciativa. La dramática cita, a solo 640 kilómetros de Moscú, reunió a más de tres millones de hombres y ocho mil tanques. Era todo o nada. Para el dictador nazi, la última carta "antes de que el poderío material soviético creciera de forma abrumadora y antes de que los Aliados occidentales pudieran establecerse en Europa". Y la perdió. El coste en vidas y material por ambas partes fue inmenso.

La batalla de Kursk, sostiene el autor, "es una paradoja continua. Por una parte, se la describe habitualmente como una epopeya militar: la mayor batalla de tanques de las historia, el primer paso en el camino del Ejército Rojo hacia Berlín, un examen definitivo de los sistemas militares y políticos nazi y soviético. Por otra, es extrañamente borrosa". ¿Por qué? "Comparada con Stalingrado o Barbarroja, permanece oscura, y su narrativa fomenta tanto el mito como la historia. En el contexto de la historiografía sobre la Segunda Guerra Mundial en lenguas occidentales, en particular en inglés, Kursk es parte de un desequilibrio que se concentra en las operaciones anglo-americanas. La verdadera magnitud de la lucha, la ausencia de unos puntos de referencia culturales y políticos significativos, y un comprensible interés por las hazañas de sus propios países se combinan en una literatura que reconoce la guerra ruso-germana después de Stalingrado como un factor vital en el desarrollo y resultado final del conflicto, pero queda restringida a la periferia en términos de recuento de páginas". Showalter, que deja claro que quiere evitar "pornografía de guerra", ya sea en "contextos de heroísmo, patetismo, horror o voyerismo", avanza con implacable dominio del ritmo y la dosificación de datos en una batalla en permanente mutación y en la que la victoria de hoy pasaba a ser en poco tiempo la catástrofe de mañana. "En la tarde del 4 de julio de 1943", relata , "los alemanes enviaron a sus hombres la señal infalible: una ración especial de aguardiente. Un alsaciano que servía en las Waffen SS desertó enseguida y convenció a un equipo de interrogadores de alto rango, incluido el comandante del frente de Voronezh, el general Nikolai Vatutin, y al consejero político de cuarenta y nueve años Nikita Kruschev, de que la ofensiva alemana se pondría en marcha antes del amanecer del 5 de julio". Imposible dejar de leer.