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Ensayo

La muerte voluntaria en Japón

Maurice Pinguet se adentra en el sustrato cultural del acto humano más definitivo

Grabado del general Akashi Gidayu escribiendo su poema de despedida.

Destinatario de El Imperio de los signos, título que Roland Barthes dedicó a su experiencia japonesa, Maurice Pinguet es uno de esos ejemplos de rigor intelectual que la cultura francesa propició durante el pasado siglo hasta conquistar gran parte de los feudos del saber. Director del Instituto Franco-Japonés de Tokio, Pinguet consagró su vida a la filosofía y a la literatura del país en el que viviría más de veinte años. Fruto de ese esfuerzo pedagógico y de ese amor a una cultura fue un único libro publicado en vida, La muerte voluntaria en Japón, que Adriana Hidalgo Editora, en magnífica traducción de Antonio Oviedo, pone hoy a disposición del lector.

Mientras el cristianismo ha interpretado el suicidio como un fracaso en la relación que une nuestra voluntad mortal con una hipotética voluntad eterna, intentando remitir su ejecución a un momento de ceguera, en Japón el suicidio jamás ha sido arrancado del sustrato ético que lo fundamenta, nunca ha perdido su cualidad de acto moral justificado, deliberado, clave a la hora de reconstruir una responsabilidad y una personalidad. En el archipiélago, el suicidio nunca ha sido una disfunción de la melancolía u otro nombre para la alienación, sino una verdad lúcida, exultantemente humana. La tradición guerrera del país, ritualizando su práctica mediante el seppuku, ha codificado su relación con los códigos del honor.

Será a partir del romanticismo y de la muerte de Dios cuando, en Occidente, el suicidio devenga prueba de una desilusión esencial, cifrada por Novalis al definirlo como acto filosófico puro, cartografiada por Dostoievski en Los hermanos Karamazov y en Los demonios, democratizada por Camus al ser sancionado en su libro sobre Sísifo como asunto previo a toda investigación que se precie. En Japón, todos estos conflictos en torno al suicidio, que en el límite son conflictos de la palabra, han sido resueltos mediante la creencia en el acto mismo. Porque matarse cancela cualquier discurso alternativo. No hay exégesis que suplante a ciertos gestos. Aunque la trama verbal sea reveladora, la verdad de la vida y de la muerte no se deja aprehender por las palabras. Pinguet muestra cómo en Japón existe una desconfianza primordial hacia todo enunciado cuya validez ningún otro enunciado puede garantizar. Y cómo, por oposición, existe una confianza absoluta en un acto, quitarse la vida, que no admite componendas.

Esta palabra sin retorno que es matarse, es estudiada por Pinguet desde el alba de la historia japonesa, en los tiempos anteriores al establecimiento del sistema imperial, hasta el caso Mishima, que el 25 de noviembre de 1970 culminó con el suicidio ritual de quien, por entonces, era el escritor japonés más conocido de su tiempo. El resultado, felicísimo desde el punto de vista de la lectura, es uno de los ensayos del año, un libro que conforma un inmejorable premio a una idiosincrasia construida sobre la relación que una cultura y una sensibilidad han mantenido desde sus orígenes con el más definitivo y radical de los actos humanos.

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