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Oblicuidad

El encierro no puede presumir de creatividad

El encierro no puede presumir de creatividad

Los supervivientes del confinamiento han aflorado a la superficie presas de una duda existencial. ¿De verdad que contemplar durante media hora a una persona paliducha, pixelada y distorsionada por un movimiento facial cuántico de dibujo animado es preferible a no verla y almacenar en el cerebro su rostro impecable? La imagen de las videollamadas no vale por mil palabras, sino por mil insultos. Es solo un ejemplo, pero la pereza nos atenaza a la hora de buscar más.

No se han analizado en su debida profundidad los argumentos estéticos que exigen el desconfinamiento, y no solo porque algunas melenas descuidadas asustarían a un coronavirus con más eficacia que la lejía de Trump. El refinado Tom Ford se sintió obligado a impartir desde el púlpito del New York Times las reglas para una correcta iluminación de las sombrías imágenes humanas, que se han popularizado durante el secuestro de la población. La rápida transición a los estudios de programas como El intermedio, porque solo El hormiguero sobrevivió a diario en plató durante los días de la peste, demuestra que las cadenas han comprobado que la tolerancia de la audiencia hacia las pantallas sucias tiene un límite.

Incluso quienes mantenemos que el seguimiento ejemplar del confinamiento es más singular que la pandemia, por no hablar del coma inducido del fútbol abotargado, hemos de conceder que el encierro no puede presumir de creatividad. Nos embarga la sensación de haber entrado en casa de todos los españoles, aunque los famosos cuidan el ángulo para limitar la porción visible de su vivienda. Nunca habían parecido tan apasionantes las vulgaridades que la gente comete en sus domicilios, sin pecar de indiscreción voyeurística porque los confinados se exponían libremente.

Si bien parece un factor secundario frente a la catástrofe, dos meses de espionaje de las viviendas ajenas demuestran que queda mucho trabajo por hacer en el interiorismo patrio, homogéneo hasta adentrarse en la rutina. Queda claro que los españoles ocupan sus viviendas, pero no las habitan. Ese divorcio del entorno ha propiciado la obsesión por convertir un confinamiento vergonzoso en algo heroico, con marcas de Guinness como correr un maratón en un piso. Era inevitable que el encierro degenerara en un campeonato mundial de manualidades, con logros más voluntariosos que imaginativos. Se han exaltado las limitaciones artísticas, como si del encierro hubiera de surgir una Atenas de Pericles con mamparas. Y no ha sido así.

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