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Oblicuidad

En el #metoo también hay clases

En el #metoo también hay clases

Ningún movimiento puede aspirar a la pureza absoluta, y en el #metoo también hay clases. Cuando Jeffrey Epstein se suicidó o algo así en agosto, el New York Times abrió de inmediato su portada digital con la muerte del magnate condenado por tráfico de menores. Junto a la pieza principal, casi sin solución de continuidad, otro artículo se sentía obligado a recordar que la desaparición del preso no suponía el cierre de las investigaciones sobre su red.

Asesinos de masas como Sadam o Gadafi gozaron de un respetuoso minuto de silencio digital tras su ejecución, sin necesidad de enmascarar sus crímenes. El ensañamiento post mórtem del periódico neoyorquino con Epstein no se explica únicamente por la sensibilidad hacia los abusos contra la mujer. En tal caso, la valoración no distinguiría entre nombres propios. Sin embargo, el también célebre Plácido Domingo se ha convertido en el primer denunciado por excesos sexuales en serie que ha logrado más apoyos femeninos que denunciantes del mismo sexo, por no hablar de sus actuaciones a teatro lleno en Europa.

Toda acusación debe ser probada con minuciosidad, pero hasta un observador desapasionado reconocerá que hay personajes que despiertan más simpatía que otros. Epstein figura en la categoría intraducible de "las personas a las que amamos odiar", y este pervertido de referencia ni siquiera trasladará su maldición a personajes de mayor calado que posiblemente participaron en sus orgías. Por ejemplo, el incombustible Bill Clinton, que ha sobrevivido gracias a su carisma a un largo historial de comportamientos impropios.

En cambio, el odioso preferente Epstein ha contagiado su estigma al hijo favorito de Isabel II de Inglaterra. Para entenderlo, conviene repasar la entrevista que el Príncipe Andrés concedió el mes pasado a la BBC. El culpable del nuevo annus horribilis de la corona británica negó, como era de prever, cualquier vínculo con las relaciones sexuales con menores al abrigo de su amigo Epstein. Se refugió incluso en el desconocimiento de la entonces adolescente que le acusa del protocolo de masajes habitual en la factoría Epstein.

Sin embargo, al examinar el lenguaje corporal y la entonación de Randy Andy, se percibe que está presumiendo de las orgías a las que no asistió, jactándose de que el mundo está lleno de jóvenes adolescentes que no lo masajearon pero estarían dispuestas a hacerlo, vanagloriándose de que recibe invitaciones eróticas vedadas al resto de los mortales. Los millones de espectadores detectaron este clasicismo insufrible, y apuntaron sus pulgares hacia la tierra que ya se ha tragado a Epstein, el perverso ideal.

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