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La mirada del lúculo

El gazpacho de la condesa de Teba

Una de las sopas frías más populares, considerada por Marañón un prodigio dietético de alto poder nutritivo, acompañó a Francia a Eugenia de Montijo y resultó ser una bomba para la vesícula de Napoleón III

El gazpacho de la condesa de Teba

En el gazpacho encontramos una de esas antiguas ideas culinarias que jamás dejarán de ser modernas. Gregorio Marañón dijo hace muchos años que la popular sopa fría -anterior como el salmorejo a la llegada de los romanos a la península- se adelantó siglos a los dietistas ya que contiene una de las más sabias combinaciones de alimentos fundamentales para la nutrición. Es, además, una de esas comidas en las que confluyen el sustento del campesino y del urbanita. Aclaremos, no obstante, que el gazpacho y el salmorejo que comían los ibéricos en las épocas romanas no eran los de ahora, sino presumiblemente un elemental ajo blanco, dado que los pimientos y los tomates no aparecieron por aquí hasta después de la conquista de América.

Las diferencias entre el gazpacho ordinario y el salmorejo cordobés no son muchas. Radican fundamentalmente en la cantidad de pan y de ajo, en el pimiento y la cebolla, que llevan el primero y no así el segundo. El gazpacho, como saben, es ligero; en el salmorejo, en cambio, un palillo se tiene de pie. En Córdoba, hay un gazpacho de piñones; en Huelva, uno verde, al que echan cilantro, pimiento, perejil o albahaca. El ajo blanco que más me gusta es el de Málaga, que incluye almendras en vez de habas secas y se acompaña de uvas como guarnición. En realidad no hay variante de gazpacho que no tenga ajo. El ajo es su esencia.

Se trata de una sopa fundamental que tiene como gran valedora la sencillez de sus ingredientes y la simpleza de su preparación. No resulta fácil hallar tanto acierto y equilibrio en algo tan aparentemente simple como es reunir tomates, cebollas, pepinos, pimientos, aceite de oliva, ajo y pan en la misma sopa fría. Aunque hay otras sopas de este tipo en distintos lugares del planeta, no resultan lo suficientemente básicas. Están la okroshka, rusa, que además del tomate, pepino y cebolla, incorpora algo de carne, y que se aliña igualmente con huevo cocido; el pistou provenzal, que se sirve helado e incluye verduras cocidas con un condimento de ajo, albahaca fresca y aceite de oliva, y la sopa de remolacha fría lituana (saltibarsciai), que es lo más parecido a un granizado y que gusta a los aficionados a los sabores terrosos. O una que se me ocurre de vez en cuando elaborada con sandía y pepino. ¿Puede haber algo más refrescante? Se trata de dos frutos emparentados, en cuanto a turgencia y sabor. A su vez, combinan tanto uno como otro con un queso de la acidez del feta griego y con la menta, que resalta aún más su frescor. Si alguien quiere endulzar el tomate del gazpacho tradicional sustituyendo el pepino por la sandía no se sentirá decepcionado y obtendrá en el plato la misma acuosidad. Con la ventaja de que garantiza una digestión menos pesada.

Eugenia, aquella belleza pálida hija de los condes de Montijo, que contrajo matrimonio con Luis Napoleón en Notre-Dame, llevó con ella a las Tullerías, además de su fervor católico, el gazpacho y a Pepa, que la había cuidado desde niña como cocinera. El gazpacho, como explicó el desaparecido y exquisito escritor Antonio Bernabéu, aportó a la sociedad de aquella Francia imperial, "el toque canalla que hasingularizado siempre a los parvenus más insignes".

Al mismo tiempo creció la sospecha de que los indigestos pimientos rojos españoles que Pepa agregaba a la sopa acelerasen la decadencia de la vesícula de Napoleón III, aquel emperador sobrevenido gracias a un golpe de Estado que tuvo que casarse con la condesa española de Teba porque necesitaba urgentemente una emperatriz. El resto de sus urgencias le empujaban cada dos por tres al baño para aliviarse, pero ni siquiera ese precedente histórico es capaz de hundir la reputación dietética del popular gazpacho español.

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