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Lo que no comen las ballenas

El fitoplancton marino, de origen vegetal, cada vez más utilizado en las cocinas, y algunos otros secretos del fondo del mar, incluida la confitura de holoturias que Nemo ofrece en la novela de Verne

Lo que no comen las ballenas ilustración de PABLO García

No es el mismo plancton que comen las ballenas como la del fenomenal dibujo de Pablo García que ilustra esta crónica. Ellas se dedican al krill, un zooplancton, que consiste en pequeños crustáceos. En los grandes restaurantes, en cambio, los chefs cocinan con fitoplancton , enteramente de origen vegetal. Se trata de uno de los productos más innovadores de las cocinas desde hace un tiempo. He leído que ya forma parte de la carta del 40 por ciento de los restaurantes con estrella Michelin. La culpa la tiene, en gran medida, el chef gaditano Ángel León que se ha apresurado a explotar todas sus posibilidades en la Finca Veta la Palma, un enclave del Parque Natural de Doñana.

Hace cinco años y después de otros tantos de investigación el plancton fue considerado alimento comestible para el ser humano, pero por el momento no está al alcance de todos de los bolsillos. Al por mayor, se vende a un precio entre 3.000 y 4.000 euros el kilo, aunque es cierto que quince gramos de polvillo verde dan para un montón de utilizaciones. Es un producto liofilizado, por tanto se pulveriza y se diluye en agua. Tres o cuatro partes de agua, depende de la densidad que se quiera obtener, por una de plancton. Por la intensidad del sabor debe medirse con cuidado y utilizarse sobre todo como condimento de determinados platos fundamentalmente de pescado. Los chefs sugieren usarlo en aceites, bechameles, mayonesas, cubitos de hielo, mantequillas, pastillas de caldo o simplemente como adorno o en un arroz, no agregándolo al caldo directamente sino a la mitad de la cocción. Es fácil asociarlo con los sabores más acusadamente marinos. Pensemos en las algas. O mejor en un crustáceo con retrogusto a hierbas marinas. De hecho, se elabora con microalgas seleccionadas. En pleno auge de los potenciadores de sabores, el plancton se ha convertido en uno de los más solicitados.

El fondo del mar ofrece una despensa variada de algas a las que se suman holoturias, anémonas y moluscos. Las algas, por ejemplo, contribuyen a la mejora de nuestro metabolismo, pero son especialmente ricas en la llamada energía luminosa, que, según dicen, se transmite a las células mediante una sensación de vitalidad y bienestar. Las algas son verduras con un alto contenido de sales minerales, riquísimas en yodo, cobalto, calcio, fósforo y potasio. Cien gramos de algunas algas, como la variedad hijiki, aportan catorce veces más calcio que la misma proporción de leche. Pero no sólo fortifican los huesos, también las uñas y el cabello, y son un antídoto contra la anemia. Las aplicaciones en la cocina son múltiples y variadas. Por ejemplo, la hijiki, antes citada, tiene un sabor delicado, puede comerse cruda, después de permanecer en remojo un cuarto de hora, y también cocida. Combina con todo tipo de legumbres, espinacas, zanahorias y patatas. La alga kombu, también fundamental en la dieta japonesa, se comercializa desde hace ya tiempo. Es un ingrediente especial para las buenas sopas orientales. También es necesario ponerla a remojo antes de cocerla. El dashi, caldo de bonito fermentado (katsuobushi) de los japoneses, cuenta siempre con kombu y potencia el sabor de los ingredientes con que se toma.

En Veinte mil leguas de viaje submarino, el capitán Nemo le ofrece a su "invitado", Pierre Aronnax, una confitura de holoturias, equinodermos que cuando se ponen en guardia ante una amenaza son capaces de escupir sus vísceras, que luego regeneran por la boca. Los cohombros o pepinos de mar, también conocidos como espardenyes, son muy apreciados en Cataluña y parte del Levante. Tienen un aspecto nada agradable y son los propios pescadores los que los limpian a bordo del barco, sacando la pequeña parte blanca comestible y arrojando el resto al mar para que se recicle. De sabor y textura entre el calamar y la navaja, han llegado a alcanzar precios muy altos en los mercados y en los comedores. No están mal, pero en los filamentos blancos y algo gomosos de su carne no se percibe el perfume de mar de la misma manera ni con la misma intensidad que en los oricios, las ostras, los bolos y las ortiguillas, que son, a mi juicio, los mariscos con sabor más determinantemente marino.

Ahora el mundo se abre a más posibilidades y también podemos entretenernos con el ejercicio de prestidigitación oceánica que brinda el plancton en las cocinas.

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