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La mirada del lúculo

En recuerdo de Cacciucco

A Livorno le ha gustado siempre llevar la contraria, el capuchino se sirve al revés y el cuscussú forma parte de la vieja herencia judía en la única ciudad de Italia donde los hebreos no fueron confinados

En recuerdo de Cacciucco

Los Médici, buscando la salida al Tirreno, quisieron hacer de Livorno una tierra prometida. Convirtieron un pueblo toscano en una ciudad importante, una especie de Nueva York italiana. Entre los siglos XVI y XIX, Livorno compartió el paraíso y el trabajo. A ello contribuyó la ley livornina de Fernando, el gran duque, que animaba a "levantinos, ponentinos, españoles, portugueses, griegos, italianos, alemanes, turcos, moros, armenios, persas, judíos y gentes de demás estados" a sumarse a la tierra de promisión con su comercio y mercancías. Los musulmanes levantaron allí mezquitas, en medio de las iglesias y no demasiado distantes de las sinagogas. La ciudad se pobló de gente emprendedora, entre ella aventureros y delincuentes.

Se respiraba una gran tolerancia étnica y religiosa, y los negocios se dispararon. En ello tuvo que ver el hecho de que fuese la única ciudad italiana que no confinó a los judíos en un gueto. Ese espíritu de convivencia antifascista es uno de los signos que la han identificado durante décadas. Otro, la laboriosidad y, como es natural, la cocina propia de un puerto de aluvión que se distingue del resto de la Toscana por los pescados y cierto exotismo. Livorno, la ciudad roja, presume de cuscús pero también de solidaridad y de ideales. Sin ser el más acogedor de los lugares del mundo permite que uno se sienta bien en ella. Siempre que he estado allí he sacado buenas impresiones. Los livorneses no la cambiarían por nada. Entre ellos, Cristiano Lucarelli, un delantero de leyenda, su calciatore más querido, que renunció a ofertas millonarias mareantes para jugar en el club de su tierra. Hasta que finalmente la lógica del dinero se impuso, maldita sea, y fue traspasado al Napoli.

Livorno no es una ciudad artística. El único viaje cultural lo ofrece la historia a los bonapartistas melancólicos que llegan hasta allí para cruzar a la isla de Elba, un trayecto de unas tres horas. Pero una vez en el gran puerto toscano no se puede olvidar que allí nacieron dos grandes sensibilidades del arte: el músico Pietro Mascagni, autor de la ópera Cavalleria Rusticana, que confundía a sus paisanos más pragmáticos y apegados a los negocios garabateando pentagramas entre los pescadores y el tráfico marítimo. Y el pintor Amedeo Modigliani, hijo de un banquero que se había arruinado y convertido en comerciante. Modigliani tuvo una vida corta intensa pero no siempre fácil en Francia, se entregó al frenesí del amor y de la creación, y en su miserable lecho de muerte masculló: "Cara Italia". Quizás pensando en la luminosidad que vio al nacer.

Sobre Modigliani planea la anécdota de los tres estudiantes que esculpieron las tres cabezas de piedra halladas en 1984 y que se atribuyeron al célebre pintor local. No había forma de convencer a los historiadores, críticos y marchantes de arte de que en realidad las esculturas eran de unos bromistas, hasta que estos decidieron contarlo. Diecisiete años después, la Universidad de los Estúpidos de Livorno decidió nombrarlos doctores honoris causa. La ciudad es así, se manifiesta con un peculiar sentido del humor y a la contra: irreverente, anarcoide y siempre dispuesta a llevar la contraria al resto de Italia. Por poner un ejemplo, el capuchino en Livorno es la prueba de esa subversión: la espuma de leche se sirve por debajo del café, en el fondo de la taza, no por encima como en cualquier otro lugar.

El cuscussú, la semola africana, es una particularidad local. Como sucede en Trapani, Sicilia. Aunque en ese caso sea exclusivamente de pescado. En Livorno, en cambio, la mafaradda (la sopera donde se prepara) admite carnes de cordero, pollo, vaca, verduras y todo tipo de especias, según la costumbre que introdujeron los judíos. Pero no es el único grano apreciado: la influencia española ha dejado el arroz en paella como legado. Al bacalao, otra especialidad, lo acompañan el tomate, la albahaca y las aceitunas negras.

Pero el gran invento livornés es el cacciucco, una de las mejores calderetas de pescado y marisco que existen, comparada con la bullabesa y el suquet. Lleva básicamente cabracho (scorfano), pulpo, salmonetes, mejillones, sepia, congrios, pintarrojas y galeras, además de crustáceos, que se incorporan a una salsa con ajo, tomate, cebolla y guindilla. Se cocina a fuego muy lento y se sirve sobre rebanadas de pan toscano sin sal. Del mar se agradecen sobre todo los salmonetes. La otra gran particularidad son las gallinas de la raza livornesa, la universal leghorn, criadas en el campo y que encontraron su salida por mar en el puerto de Livorno. De cabeza hermosa, carne suculenta y tierna, y porte esbelto, con ellas se cocina el galeto ruspante, que lleva aceitunas y salvia.

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