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La mirada del lúculo

En el festín canalla de Poldy Bloom

Algunas cosas sobre la casquería y los despojos de los animales que, de ser una costumbre ancestral a veces rechazada, han remontado el vuelo en la alta y en la baja cocina de nuestros días

En el festín canalla de Poldy Bloom

Leopold Bloom, Poldy, es un ser curioso, decente, pacífico y algo tímido. Aunque nunca abandona las calles de Dublín, encarna al vagabundo igual que Ulises, el héroe mitológico griego con quien es comparado en la obra de James Joyce. A través del uso que hace el universal autor irlandés de las corrientes de la conciencia, el lector conoce todo lo que pasa por la cabeza de Bloom en un mismo día de junio. Pero para introducir a su personaje recurre a una de las descripciones gastronómicas más inolvidables de la literatura de todos los tiempos, el gran desayuno de la casquería: "El señor Leopold Bloom comía con deleite los órganos interiores de bestias y aves. Le gustaba la sopa espesa de menudillos, las mollejas, de sabor a nuez, el corazón relleno asado, las tajadas de hígado rebozadas con migas de corteza, las huevas de bacalao fritas. Sobre todo, le gustaban los riñones de cordero a la parrilla, que daban a su paladar un sutil sabor de orina levemente olorosa".

Resignado a las infidelidades de su mujer Molly con Hugh 'Blazes' Boylan, Bloom no parece el tipo de individuo depravado que devora casquería con fruición. No es Pío V alentando la tiranía y la crueldad contra quienes se muestran indulgentes con los herejes, aquella comadreja a la que Bartolome Scappi, el gran chef papal, cocinaba lenguas de ave fritas, tortillas de sangre de cerdo, cabezas de vaca al espetón, pastel de entresijos de tortuga y de hígados de rana, y la crostata de hojaldre rellena de mollejas, ojos, orejas y criadillas de cabrito.

La casquería ha sido un festín de golosos inhumanos, el banquete del averno y no sé cuantas cosas más para los pensamientos píos. A esta olla del infierno se le llegó a culpar incluso del gran incendio de Londres de 1666, atribuido a una ristra de faggots, despojos de cerdo con pan rallado, cebolla y especias embutidos en tripa, que prendió en una tienda. El fuego destruyó 13.000 viviendas, más de 80 parroquias, San Pablo y edificios públicos importantes. Las víctimas mortales no llegaron, sin embargo, a las dos docenas. La casquería, empañada por las tinieblas y el colesterol poco amigable, ha vuelto, sin embargo, a remontar el vuelo en la alta y en la baja cocina.

Independientemente de las tendencias, esta obsesión por las vísceras animales se remonta a la Antigüedad. En concreto despuntó entre los antiguos romanos, grandes devotos de los despojos: el quinto cuarto de la res, como dicen los matarifes. La afición no ha parado hasta hoy, comen desde la trippa alla trasteverina a la milza in umido, el bazo en salsa, o el padelloto (de padella, sartén), que consiste en un revuelto de asaduras, hígados y bofes de cordero recental. De la Santísima Trinidad romana de la casquería tradicional forma parte la pajata junto con la trippa, nuestros queridísimos callos, y la coda (rabo). La pajata (en dialecto romano ya que en italiano sería la pagliatta) le pondrá a más de uno los pelos de punta puesto que se trata del intestino delgado del ternero. Pero no hay que asustarse, el intestino más que limpio, está limpísimo, ya que al animal antes de matarlo sufre una dieta rigurosa. De esa manera desprende únicamente el quimo que aporta la cremosidad a los rigatoni que la acompañan en el plato. Los rigatoni con la pajata son la quintaesencia romana. Si alguien en Roma insiste en que los coma, piense que lo está haciendo con la mejor voluntad y olvídese de que esa salsa de tomate que adorna la pasta procede en buena medida de donde procede. Eso si es usted melindroso; sino adelante con los faroles; los romanos llevan comiéndolos toda la vida. Espolvoreados con una ración generosa de pecorino (queso de oveja) rallado, su sabor es delicado, sutil y delicioso.

Esta cultura gastronómica del despojo podría defenderla cualquier carnicero o matarife que muestre respeto por los animales y piense que no merece la pena sacrificarlos únicamente para aprovechar de ellos las partes más nobles: el solomillo o las chuletas. Todo se despieza y se come. Una muerte merece algo más que el apetito selectivo de cualquier remilgado. Con el pescado pasa igual, las cocochas de la merluza y del bacalao, los corazones de los atunes, las huevas, los hígados del rape y de los salmonetes, son auténticas delicias bien cocinados.

Pero no todo hay que darlo por supuesto alrededor del menudillo. Bloom no es un depravado y, no obstante, le gusta la casquería igual que a Hannibal Lecter. Es la "cocina canalla" que admira Miquel Brossa, hasta el punto de escribir "Canaille", un valioso libro sobre ella y el rechazo cultural que provoca, porque como dice el gastrónomo catalán "la humanidad está cagada de manías". Unos callos, un hígado de ternera, unos riñones, unas mollejas, un secreto ibérico, unas crestas de gallo, ¿quién quiere quitarse de comer ese tipo de cosas de vez en cuando, sólo por acatar las supuestas buenas costumbres?. Como el mismo Brossa dice un gastrónomo verdadero es el que lo prueba todo, ya que de lo contrario sus opiniones serán incompletas por falta de contraste. Leopold Bloom es un aceptable gastrónomo.

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