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La mirada

El barón rampante desobedece

Cósimo Piovasco trepa a los árboles donde transcurre su existencia después de negarse a comer el plato de caracoles que cocina su hermana, pero más que por precaución lo hace por rebeldía

El barón rampante desobedece

Cósimo Piovasco di Rondò, de 12 años, el 15 de junio de 1767, en la finca de Ombrosa, un pueblo imaginario en la Riviera de Liguria, después de un duro enfrentamiento con su padre por culpa de un plato de caracoles cocinado por su despótica hermana Battista, decide exiliarse en un árbol. La historia que cuenta Italo Calvino en El barón rampante es transmitida en primera persona por el hermano menor de Cósimo, Biagio, vinculado a él por un afecto sincero, aunque algo distante.

Inicialmente, todos se imaginan que pronto se cansará y regresará a tierra firme: pero no es así. Cosimo es fuerte, terco, introvertido y gruñón, a la vez honrado y con una fuerza de voluntad que le impide traicionar los ideales en los que cree. A pesar de que vive en los árboles, logra mantener una vida aparentemente normal, continúa con sus estudios, aprende a cazar, contrae nuevas amistades y sigue conectado a la vida familiar: esto contribuye significativamente a hacer de él un ser extraño pero también fascinante a los ojos de los demás. Y si al principio su familia se avergüenza de él, la relación empieza a cambiar. Su fama se extiende otorgándole dignidad e importancia gracias a las figuras históricas de la época con la que interactúa, incluidos Rousseau, Napoleón y el Zar de Rusia. La fantasía de Calvino transcurre en las postrimerías del siglo XVIII y en los albores del XIX. En la vida de Cósimo surge también el amor, Úrsula y Viola. Sobre todo, la encantadora Viola, verdadera protagonista femenina de la novela. Quienes han leído El barón rampante saben que se trata de relato increíble en el que el rechazo de las reglas preconcebidas, la desviación de lo que se considera normalidad, se muestra con inteligente ironía. La aceptación de la diversidad y la desobediencia parecen ser significativos, precisamente porque se convierten en una disciplina moral más difícil y rigurosa que una rebelión al uso. El protagonista representa al poeta, al intelectual, al reformador social, que observa la vida desde la necesaria distancia exiliado por un plato de caracoles que en realidad sólo tienen de detestable el hecho de imponerlos.

Es frecuente la dieta en los caracoles, sin embargo y pese al rechazo del barón rampante no me sorprende el apetito reverencial que despiertan. Sobremanera, el grande y suculento helix pomatia, más conocido por los franceses como el caracol de viña. Los gros blancs o escargots de Borgoña son dueños y señores de la fragancia de la tierra y de una carne más tierna y fina que la del solomillo de ternera, poseedores, además, de todos los aromas del sarmiento y del tomillo.

Los detractores del caracol se quejan de sus babillas, de su textura, de la supuesta suciedad, del humeur vagabonde de su vida silvestre. En esto hay que tener algo de precaución, y no sólo por aspectos relacionados con la higiene. Los caracoles libres siguen a veces una dieta que podría matar a a una persona. Les gustan la belladona, los hongos venenosos y hasta la cicuta, y pueden llegar a comer este tipo de ensaladas letales en cantidades alarmantes en sólo veinticuatro horas. Un modo de remediarlo está en una adecuada toilette. Para sanear los caracoles que campan en libertad, es necesario ponerlos a dieta por lo menos veinte días. Luego, hay que lavarlos en agua tibia antes de cocerlos o asarlos. Ahora bien, este tipo de precauciones sobran si se tiene en cuenta que la mayor parte de los caracoles que consumimos son de cultivo. Finalmente, si uno prefiere evitar tomarse todas estas molestias, existen envasados en el caldo de su propia cocción, de buena calidad. Sólo hay que ser precavidos y utilizarlos adecuadamente para que la carne no se reseque durante la cocción o el guiso. No son lo mismo que los vagabundos, pero... En la brasa o a la plancha, con relleno de mantequilla, chalota cortada fina y perejil, los caracoles están riquísimos. Pero también secos, sobre un simple lecho de tomillo y con una pizca de sal gruesa, como es costumbre comerlos en Cataluña. Guisados con conejo, con tomate fresco son también un plato delicadísimo. E incluso cocinados con una salsa roja, ajo y un toque de pimienta resultan igualmente buenos. En todos estos casos, donde el caracol se sirve dentro de su caparazón, resulta mejor utilizar las tenacillas, para no quemarse ni mancharse los dedos, y un pincho para extraer la carne.

En la gran fábula de Calvino, ni Cósimo ni Biagio sabían lo que podía esperarles en las manos de su hermana, la monja doméstica, una cocinera excelente y creativa pero algo sorprendente: tostadas de paté de hígado de ratón o un puercospín cachorro de carne rosada. Por tratarse de Liguria, la receta de le lumache (los caracoles) de Battista que el barón rechaza no debía alejarse demasiado de esta: un sofrito de ajo, cebolla, beicon en dados, una punta de jengibre y algo de menta, y un buen puñado de estragón fresco, agregar los caracoles, subir el fuego, dejar que se evapore en él un vaso de vino tinto, agregar una salsa de tomate cocinada aparte y cocer lentamente, corrigiendo de sal. Y servir con pan frito. Para Cósimo eran, en cualquier caso, caracoles impuestos.

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