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Residencias

Practicando el mayor de los hobbies: vivir

En la ´Llar d´Ancians´ los residentes pueden realizar sus actividades favoritas y relacionarse con todo tipo de gente gracias a los programas intergeneracionales y de voluntariado que ofrecen

Alberto Pomar dirige y promueve muchas de las iniciativas que se ponen en marcha en la residencia, como el huerto ecológico. b.ramon

Los primeros rayos de sol entran por la ventana de su habitación de la Llar d'Ancians y Juana Cañero empieza a desperezarse. Es una mujer de rutinas y se levanta cada día a la misma hora. Antes de despertar a su esposo, Francisco Trapero, que duerme en su misma habitación, se arregla y se prepara sigilosamente para afrontar el nuevo día. Tras su particular ritual matutino de belleza, ayuda a su marido a acicalarse para ir a desayunar juntos al comedor de la planta baja. La suya es una historia de amor de las de antes. Una historia de compromiso de las de verdad. "Mi marido depende de mí para prácticamente todo y yo estoy a su lado para acompañarle y ayudarle en todo lo que sea posible", comenta la anciana de 86 años.

Juana, natural de un pequeño pueblo de Córdoba, llegó a Mallorca cuando solo tenía 15 años. "Mis abuelos se trasladaron a la isla para trabajar y me trajeron con ellos, desde entonces vivo aquí y me siento muy mallorquina", confiesa, y añade, "he formado mi familia en Mallorca y estoy muy feliz de haber tenido la oportunidad de vivir en la isla". Y no es para menos porque mudarse a Mallorca le llevó a conocer al que sería su fiel compañero de viaje y el padre de sus hijas: Francisco. Desde entonces no se han separado. "Cuando llegué empecé a trabajar por las mañanas en una tienda en el barrio de Santa Catalina y por las tardes me dedicaba a coser", cuenta Juana. Cuando se casó, dejó de trabajar para dedicarse al cuidado de la casa y de su familia, como era habitual en muchas familias de la época.

Su marido enfermó hace más de una década y enseguida ingresó en la Llar d'Ancians de la calle General Riera. Juana no podía darle en casa todos los cuidados que requería, pero cada día iba religiosamente a visitarle a la residencia. "Muy a mi pesar, estuve separada de mi marido durante muchos años, pero diariamente venía desde nuestra casa en la calle Colliure para estar con él". Francisco iba empeorando a medida que pasaban los años y ella quería estar a su lado.

El deseo de Juana era pasar más horas con su marido y dejar de ceñirse a unos estrictos horarios de visita que siempre pasaban volando. Después de estar varios años en lista de espera, consiguió una plaza para entrar a vivir en la residencia. Juana lleva ahora casi diez meses en la Llar d'Ancians y desde entonces la salud de su marido ha mejorado notablemente. "Antes de que yo llegara Francisco ni hablaba, ni abría los ojos, ni podía hacer prácticamente nada. Estaba postrado en una butaca sin realizar ninguna actividad ni responder a los estímulos. Después de una semana de estar juntos empezó a escuchar la radio y notamos una mejora en él", cuenta Juana con una tímida y orgullosa sonrisa. Su marido no puede andar, ni mover las manos y depende totalmente de Juana, pero a ella no le importa. "Desde que estoy aquí ha vuelto a ser el que era", apunta la anciana.

En la residencia, Juana se sigue encargando de las tareas domésticas. Se ocupa diariamente de hacer la cama, lavar y planchar la ropa, entre otras labores cotidianas de las que, mientras pueda, quiere continuar haciéndose cargo. "Intentamos que los residentes no pierdan su autonomía. Siempre que ellos quieran, continúan haciendo las tareas del día a día", apunta Toñi Jiménez, directora de la residencia. En cualquier caso, la llar cuenta con un equipo de 280 profesionales que están al servicio de los residentes para cubrir las necesidades a las que no pueden hacer frente por sí solos: desde los médicos hasta el personal de limpieza.

Después de desayunar, Juana y Francisco dan un breve paseo por los jardines de la residencia, el último remanso de paz en la ajetreada calle de General Riera. El tiempo parece detenido en la Llar d'Ancians, donde los residentes viven en una continua rutina plagada de actividades que pretenden hacer de cada día algo diferente.

"La gente que vive aquí hace muchas cosas. Hay muchas actividades y talleres de todo tipo: de memoria, psicomotricidad, lectura?. También se organizan muchas salidas, aunque yo me apunto a pocas", confiesa Juana. Prefiere quedarse en casa con Francisco.

Un lugar para crecer

Uno de los residentes más activos y queridos de la llar es Alberto Pomar, quien dirige y promueve muchas de las iniciativas que se ponen en marcha en la residencia. Nació en Santa Maria hace 66 años y ha dedicado toda su vida a la cocina, aunque no fue hasta llegar a la residencia cuando descubrió cuál era su verdadero hobby.

"Antes de empezar a vivir aquí casi no sabía leer, me costaba mucho concentrarme y no me interesaba nada la literatura. Desde que he llegado, he escrito tres libros", confiesa orgulloso. Actualmente se encuentra inmerso en la redacción de su cuarta obra. "Me paso muchas horas en la sala de informática escribiendo con el ordenador. Aquí he descubierto mi verdadera pasión", afirma.

Por su vitalidad, se nota que Alberto es uno de los residentes más jóvenes. Llegó al centro con tan solo 60 años, al no contar con una red de apoyo socio-familiar estable, además de tener algunos problemas de salud física. "Se trata de un caso de prioridad. Hay personas que no entran en la llar solo por su edad o por tener altos grados de dependencia, sino que hay diferentes factores que, unidos, pueden hacer que una persona acceda a una plaza", explica la directora de la residencia.

Por si fuera poco, además de dedicarse al arte de escribir, Alberto destina su tiempo a otras aficiones. Los animales son otro de sus intereses principales. Ha impulsado una iniciativa que ha tenido una gran acogida entre los residentes y, sobre todo, entre los visitantes: la pajarería. Antes de que llegase Alberto, la pajarera del jardín central estaba vacía e inutilizada, pero desde hace cuatro años está poblada de pájaros de diferentes especies que viven en su interior. "Estamos siempre abiertos a fomentar e implantar nuevas actividades y todas las iniciativas que proponen los residentes se estudian y, si es posible y favorecedor para ellos, se ponen en marcha", comenta Toñi.

Pero si hay que destacar alguna de estas pioneras ideas, el proyecto estrella es el huerto ecológico, también promovido por Alberto. "La casa compra los materiales y nosotros nos dedicamos a cultivar la tierra. Cuando salen frutos los repartimos entre el personal y la gente que ha contribuido en el cultivo", explica Alberto. También participan en este proyecto los jóvenes de la Fundación Natzaret, que acuden periódicamente al centro para participar en diferentes actividades, entre ellas, el cultivo de las hortalizas del pequeño huerto. "Es una terapia muy enriquecedora tanto para los jóvenes que vienen a visitarnos como para los mayores que los reciben. Es un intercambio de sabiduría y entusiasmo muy interesante para ambos", señala Toñi.

En esta línea, otro de los proyectos que tiene en marcha actualmente la residencia es un programa intergeneracional, a partir del cual visitan el centro niños de la escoleta y de cursos de primaria y de la ESO. "Los pequeños visitan los pabellones en los que viven las personas con un grado de dependencia más alto y participan conjuntamente en talleres de cocina, de barro o de lectura y poesía", comenta la directora. "Estos residentes agradecen mucho las visitas, ya que no suelen salir de su entorno y llevar a cabo estas actividades les permite escapar de la rutina", resume Toñi.

Alberto Pomar es uno de los residentes que reciben a los niños y coordinan las actividades. "La relación con los chicos que vienen de excursión es muy buena, aunque son de una generación muy diferente a la nuestra", apunta el jubilado. "Los niños de hoy en día ya no son como éramos nosotros, muchos valores se están perdiendo", añade Juana.

Alberto y Juana coinciden en que la sociedad y sus costumbres han dado un giro radical, y no para bien, en su opinión. "Los chicos de hoy en día están todo el día enganchados a las 'maquinitas'. Esos aparatos no traen nada bueno para los más pequeños", señala Juana. "Los niños pueden aprender muchísimo con las nuevas tecnologías, siempre y cuando se haga un uso responsable", comenta Alberto, y añade, "tienen que salir a jugar a la calle, no estar en casa encerrados con los móviles y las tablets. Tienen que jugar a la peonza y sociabilizar con otros niños".

Este tipo de intercambios entre jóvenes y mayores ayudan a romper la rutina y motivan a las personas que viven en la residencia a estar activos y participar en las dinámicas que se organizan. "Aunque hay días de todo tipo, en general me gusta mucho vivir aquí porque siempre hay algo que hacer. Tenemos a nuestra disposición un magnífico equipo humano que nos cuida y está muy pendiente de nosotros", confiesa Alberto.

Como profesional de los fogones, Alberto considera que el mayor defecto de la residencia es su cocina. "Está claro que nunca se puede guisar a gusto de todos, sobre todo cuando somos tantas personas diferentes, pero los menús podrían mejorar mucho", opina, a lo que la directora del centro añade, "la dieta está estrictamente supervisada por una nutricionista que se encarga de equilibrar las comidas que se sirven". Ya se sabe que sobre gustos no hay nada escrito. La convivencia es también un motivo de conflicto para el jubilado. "Es difícil convivir con tanta gente diferente y muchas veces hay discusiones, pero la verdad es que el ambiente en general es muy bueno", confiesa. "La gente está muy a gusto viviendo aquí", concluye.

Calidad de vida

Es el caso de Araceli Zamorano, también cordobesa de nacimiento, quien decidió por voluntad propia ingresar en la residencia, ante el asombro de sus hijas. "Mi familia se enfadó cuando les dije que iba a empezar a vivir en la residencia. No entendían por qué tomaba esa decisión, pero con el tiempo lo entendieron y me apoyaron", señala la anciana.

Llegó a Mallorca con su familia hace 32 años y, aunque al principio le costó hacerse con las costumbres de la isla, acabó adaptándose. "El carácter de los mallorquines es muy diferente al de los andaluces y, al principio me costó encajar, pero con el paso de los años me he acostumbrado", apunta la cordobesa. Adaptarse ha sido siempre una de sus máximas y en la llar ha pasado por el mismo proceso. "Al principio compartía habitación con otra residente y tuvimos que aprender a convivir, pero fue una grata experiencia. A día de hoy duermo en una habitación individual y también me siento muy a gusto porque tengo mi propia independencia", confiesa Araceli.

En la Llar d'Ancians se siente como en su casa. "Para mí, es mi hogar. Tengo mucha calidad de vida y me siento feliz viviendo aquí", relata. Araceli continúa disfrutando de su familia, como siempre ha hecho, "si quiero estar con ellos voy a visitarles o vienen ellos. La residencia no es una cárcel, es mi casa", añade. Juana está de acuerdo con su compañera, "no sé por qué la gente tiene una visión tan negativa de las residencias. Estamos muy cuidados y gozamos de una calidad de vida de la que sería imposible disfrutar en nuestras casas", subraya.

Una institución en movimiento

La Llar d'Ancians es una institución muy viva que se adapta a las necesidades de sus residentes y no deja de promover la participación activa de sus miembros. Los voluntarios juegan un papel esencial en esta tarea. A través de un programa de voluntariado se han puesto en marcha los 'acompañamientos empáticos', que consisten en que el voluntario y el residente pasen tiempo juntos compartiendo alguna experiencia, que puede ir desde hablar, jugar al ajedrez o simplemente, pasar un buen rato en compañía.

Desde principios de este año, explica la directora, se está promoviendo otra iniciativa que han bautizado como 'Grandes guías', un proyecto a partir del cual los residentes realizan visitas guiadas a sus compañeros por el que ha sido su pueblo o su barrio. "En la última salida visitamos el pueblo de Petra de la mano de uno de los residentes de la llar. Fue un recorrido muy bonito y emocionante, porque el guía realizó una documentada explicación sobre la historia del lugar y sobre su propia historia personal", comenta Toñi Jiménez. "Es una forma más de crear vínculos entre las personas que viven en la residencia", concluye.

La compañía y las relaciones que se crean entre los residentes son algunos de los aspectos más valorados de vivir en la llar. "Aquí nunca nos sentimos solos y continuamos teniendo nuestra propia independencia. Puedes decidir si bajar a jugar a las cartas o quedarte descansando en tu habitación. Nos sentimos libres", comenta Araceli.

La imagen de las residencias de ancianos no pasa por su mejor momento. Hay muchas familias que no se plantean la opción de ingresar a sus mayores en este tipo de centros porque sienten que les están abandonando o les están fallando, sin embargo, muchas veces este pensamiento está fundamentado en falsos mitos y tiene poco que ver con la realidad. Las residencias ofrecen a los ancianos un trato y servicio profesional que mejora su calidad de vida y ellos lo agradecen enormemente.

Los testimonios de Juana, Alberto y Araceli no son para nada pesimistas y narran historias muy positivas, vividas en primera persona en la que consideran su propia casa. Pasar los años en la residencia les ha brindado la oportunidad de conocer a personas que han enriquecido la última etapa de sus vidas, a la vez que les ha permitido disfrutar de una atención y un cuidado permanente. Leer, escribir, jugar a las cartas, cultivar la tierra, charlar y, sobre todo, compartir experiencias pasadas, son un aliciente para continuar practicando el mayor de sus hobbies: vivir.

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