No hace mucho leí un interesante artículo publicado en el semanario El Temps del reconocido historiador y profesor de gastronomía Jaume Fàbrega, quien defendía el hecho diferencial de la cocina catalana, sin negar espacios comunes con otras cocinas.
Sin entrar en razonamientos políticos, es innegable que también a la cocina mallorquina se la ha considerado demasiado tiempo un apéndice de una realidad superior, la cocina nacional española, cuando no una cocina de gañanes si nos referimos a la cocina popular, la cual aporta al recetario platos tan gloriosos como guisos de caza, sopas para todas las épocas del año, arroces celebrados como el auténtico arròs brut, o el arròs amb salseta, los fideus de vermar, las burballes de llebre, l´escudella fresca, el tombet, la freixura de cordero o lechona, caracoles guisados con hierbas (algunas regiones no comen caracoles), la llampuga amb pebres (algunas regiones, incluso mediterráneas, desconocen la lampuga) o platos tan apreciados como la ensaïmada y la sobrassada, solo a modo de ejemplo. Algo tan simple y tan nuestro como el trempó y el pa amb oli representan, con frecuencia, grandes descubrimientos.
Nuestra cocina no es la mejor del mundo. No vamos por ahí. Es diferente y con una identidad propia que le otorgan la historia, el contacto con otras culturas, y la voluntad integradora, receptiva y nada excluyente de los mallorquines.