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Oblicuidad

La academia del Nobel siempre fue tiránica

La academia del Nobel siempre fue tiránica

Ningún eslabón de la sociedad del espectáculo debe escapar a sus leyes, así que las Academias de Hollywood y Estocolmo comparten hoy los escándalos sexuales que desacreditan los premios concedidos por ambas. Bienvenidos a la pérdida de la inocencia, pero los mecanismos del Nobel de Literatura siempre fueron tiránicos. La política ha primado sobre el arte.

Cedan paso a Artur Lundkvist, el egregio poeta sueco que nunca recibió el Nobel pero que los concedió casi todos. En concreto, los de marca hispánica. El escritor nórdico se afincó en Mallorca en 1936, y allí empezó a traducir desde el castellano a su idioma natal. En España entró en contacto con autores que cambiaron su percepción vital, tales que Alberti, García Lorca o Aleixandre.

En una paradoja literaria, los horrores de la Guerra Civil cebaron la animadversión de Lundkvist contra Camilo José Cela. Lo vetó con éxito, porque el autor de La colmena solo obtuvo el galardón cuando el poeta escandinavo estaba en su lecho de muerte. El académico también avaló la suprema injusticia de que Borges no fuera Nobel, por su connivencia con los Videla y Pinochet. Castigó asimismo a la elitista conservadora Marguerite Yourcenar, pese a que nadie ha logrado igualarla. Y a Graham Greene, que se escoró a posturas progresistas solo a edad avanzada. Además de Octavio Paz, sospechoso asimismo de impureza.

A cambio, el dictador Lundkvist fue decisivo en los premios a Neruda y a Aleixandre, de quien confesó que había recibido el galardón reservado póstumamente a Lorca. Por no hablar del Nobel otorgado al castrista García Márquez, a una edad temprana para incorporarse al cementerio de elefantes que garantiza no volver a escribir un solo libro valioso. El colombiano trituró la tradición con El amor en los tiempos del cólera.

Lundkvist pierde peso con la edad, y le sucede el arrollador Knut Anhlund. También domina el castellano, pero se halla en las antípodas ideológicas de su predecesor. Lo entrevisté en Estocolmo, se jactaba sin remilgos de haber coronado a su traducido Cela en 1989, y al año siguiente hizo doblete con Paz. El palmarés se poblaba repentinamente de autores conservadores. El académico me confesó que tenía a Eduardo Mendoza en su punto de mira, antes de recitarme todos sus títulos. También Anhlund periclitaría frente a la izquierda escandinava que impuso la serie de Jelinek y Dario Fo. Dimitió de un portazo. Hubiera muerto dos veces de saber que venía Bob Dylan.

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