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Oblicuidad

Tom Hanks no es Ben Bradlee

Tom Hanks no es Ben Bradlee

Steven Spielberg ha rodado en Los archivos del Pentágono la gran película sobre el periodismo con permiso de Todos los hombres del presidente, desafiada sin rubor por el director en la escena final de su obra maestra. Es imposible extraer más oro de un fracaso periodístico, puesto que el Washington Post se dejó adelantar por el New York Times en la publicación de los documentos sobre la verdad oculta de la guerra de Vietnam.

Tanto Los archivos del Pentágono como el periodismo de la segunda mitad del siglo XX reposan sobre la personalidad mercurial de Ben Bradlee. Aquí, Spielberg lucha contra la evidencia de que Tom Hanks no puede identificarse con el legendario director del Post, un líder fulgurante, trepidante y centelleante que se autoimpuso para el cargo. El fenomenal montaje de la película suple esta hipovitaminosis del protagonista.

Bradlee era soberbio, cargado de testosterona. A un lector que osó criticar al Post en una carta, le respondió con el encabezamiento "Querido tonto del culo", que aconsejó desvincularle del trato con la audiencia. El director no escribía bien, y lo sabía, por eso predicaba que se rodeaba de los mejores y les dejaba volar a sus anchas. Reeditó el Camelot de la Casa Blanca de Kennedy, para reinventar el periodismo. Ni sus Pentagon Papers ni su Watergate igualan en relevancia a su sección Style, la intuición de que lo interesante igualaría un día a lo importante.

Bradlee distaba de ser un periodista neutro, que abordaba la Casa Blanca desde la asepsia de una facultad de Ciencias de la Información. Odiaba a Nixon, visceralmente, porque era la antítesis de su amado JFK. En la escena más honrada de Los archivos del Pentágono, la propietaria Katharine Graham —desconfíe de quienes presumen de conocerla y la escriben Katherine— reprocha a su empleado que le exija una traición a su amigo Robert McNamara, dado que el director se había mostrado obsequioso con Kennedy. De hecho, el presidente asesinado mantuvo relaciones sexuales con la hermana de la entonces esposa del periodista, la siempre impecable Sarah Paulson que sería sucedida por Sally Quinn. La amante presidencial y cuñada de Bradlee apareció muerta, oficialmente suicidada.

No importa. Todo periodista que se precie desearía haber sido torturado por Bradlee, el director más copiado de la historia desde Pedro J. en adelante. El negocio contemporáneo de las noticias le debe tanto como el cine a Spielberg, detestable cuando juega a ser niño y magistral cuando rueda cine para adultos.

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