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Impresiones veraniegas

Agua helada

Agua helada

No descubrí el mundo real hasta los nueve años. Tampoco lo hice por el hecho de alcanzar la decena, sino porque mis padres me trajeron a la isla; hasta entonces había sido un niño recluido en el séptimo piso de una calle de Madrid céntrica ahora aunque en aquel entonces lindaba con los terrenos del antiguo hipódromo en los que se estaban levantando los Nuevos Ministerios.

La inmersión en la realidad fue en términos estrictos. En aguas de la mar del Port de Pollença primero; en S´Aigo Dolça al trasladarse la familia a Palma. Mis nuevos amigos de El Terreno se pasaban el verano en la piscina siendo así que yo no sabía nadar. El nombre de S´Aigo Dolça viene de que antes de que construyesen allí la piscina había ya un pozo de agua dulce gracias a cuyo caudal se rellenaba todas las semanas. El agua del pozo salía a 16 grados, temperatura que equivale, para los que odiamos el frío, a la de la congelación. Pero helarme era mi menor problema; lo difícil consistía en haber de tirarme del trampolín, con una altura de tres metros, como el resto de todo los niños que jugaban en la piscina pero con la particularidad de que, huérfano de las virtudes de la natación, tenía que acertar a caer lo más cerca posible de la escalera para poder agarrarme a ella y salir del agua para subir al trampolín de nuevo repitiendo una vez y otra el ritual.

Dice mucho de las virtudes de ese aprendizaje a la fuerza el que, siete años más tarde, al volver a Madrid a estudiar (¿) la carrera, nadaba lo bastante bien como para entrar en el equipo de un club que participaba en competiciones. Jamás gané ninguna; eso es verdad. Pero me quedó una segunda lección grabada a fuego o, mejor dicho, a hielo. Desde entonces, y con la sola excepción del mes de agosto, me meto en el agua ya sea de la mar o de cualquier piscina con un neopreno que me aísla no tanto de la temperatura como de los recuerdos.

El artículo de Lourdes Durán publicado el miércoles de esta semana me ha devuelto a aquellos años con la tristeza de constatar que el abandono de S´Aigo Dolça cumple ya décadas de desinterés. Se quiso especular con los terrenos de la piscina en ruinas, igual que en cualquier otro lugar de la isla, pero el pretendido aparcamiento no se llego a construir. De nuevo se habla ahora de recuperar la piscina de antaño aunque, como es natural, ya no será lo mismo. Los niños de Ciutat tampoco juegan en la calle ahora, igual que no podían hacerlo los de la capital del reino -de la dictadura, entonces- hace sesenta años. Pero aunque sea como remedo de tantas otras piscinas que en todos los hoteles albergan niños como con gesto torcido y a la fuerza, la de S´Aigo Dolça sería por lo menos pública, a disposición de los vecinos de El Terreno, de Santa Catalina, de La Bonanova y de cualquier otro barrio más alejado.

Sería una sorpresa magnífica que la piscina volviera, por más que la historia recuerde a las de los reyes magos. Sería una victoria contra la entropía, contra la especulación, contra la barbarie. Incluso si ya no se llena con el agua helada del pozo; ésa que nos permitía a los del equipo de water polo de S´Aigo Dolça ganar los partidos porque el portero del equipo contrario, sin apenas moverse y falto de adaptación a las aguas polares, se distraía. Al menos que sea ése uno de los pocos resultados que se le arranquen a Rajoy ahora que vuelve a hablarse -más cartas a los reyes magos- del Régimen Especial de Balears.

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