Diario de Mallorca

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Impresiones invernales

Ríos

Recuerdo con horror las clases de Geografía en el colegio. Las peores de todas llegaban cuando tenías que aprenderte los afluentes por la izquierda y la derecha del Miño, Tajo, Duero, Guadiana, Guadalquivir y Ebro. Gállego, Segre, Cinca y así; he tenido que mirarlo en un libro porque, pese a mis esfuerzos, jamás llegué a aprendérmelos de memoria. Lo más que pude es acordarme de algún refrán que diese pistas, como ese que dice que el río Miño lleva la fama y el Sil el agua. O lo de los ojos del Guadiana, que no acababa de entender cómo sabían que se trataba del mismo río apareciendo y desapareciendo como por ensalmo. Es lo que tiene cambiar las cosas por sus nombres, igual que sucede con la literatura. Era obligado aprender el año en el que murió Cervantes „qué suerte; el mismo que Shakespeare„ pero no resultaba necesario leer El Quijote ni Macbeth.

Leer los libros y ver los afluentes es otro asunto. En Mallorca no hay río alguno así que las clases sonaban como a ciencia ficción. Luego, cuando contemplé ríos de verdad y, encima, de los más conocidos hubo de todo. El Nilo me pareció una especie de broma con su agua escasa; el Amazonas, una especie de mar inmenso sin interés alguno. Puede decirse que no he descubierto los ríos de veras, los que tienen que ver contigo y no con las enciclopedias, hasta que Cristina nos llevó „a los perros y a mí„ a las sierras que rodean Madrid. La de Albarracín, donde nace el Tajo; la de Guadarrama, por donde bajan los afluentes que llegarán, camino hacia el norte, hasta el Duero.

En los años en que mi padre se recorrió España a pie para escribir libros hermosos de viajes, es decir, mientras yo era un niño, Castilla podía definirse como un páramo que se iba despoblando cada vez más. Ahora las cosas han cambiado. Lo que llaman turismo rural y el afán de quienes prosperan por recuperar la vida anterior en los pueblos de su infancia están haciendo que lugares dados por perdidos resurjan, por más que tal resurrección sea en realidad un tanto ajena a los modos de ser aquellos que levantaron las joyas del arte románico: iglesias, castillos; algún que otro monasterio fortificado. Las casas que se construyen ahora son como las de cualquier urbanización de las ciudades en que trabajan sus dueños. Mejor eso, desde luego, que el abandono y la ruina. En algunos de los casos la renovación se hace respetando fachadas y techumbres en un intento loable de mantener las raíces aunque el resultado -Sotosalbos, en Segovia, por poner un único ejemplo- da la impresión de una casa de muñecas muy bien hecha, eso sí, pero un tanto artificial. Las casas rurales son una salida mejor y más auténtica de la vida rural recuperada. Las Casas del Salto, en Poveda de la Sierra „cruzando la Alcarria„ y la Cabaña de Polendos, en el pueblo segoviano del mismo nombre, se encuentran en la orilla misma de lo que parecen arroyos aunque en el primer caso se trate nada menos que del Tajo. En ambas hemos pasado fines de semana memorables, con la ciudad como recuerdo vago que se diluye entre encinas, alamedas y pinares mientras los perros husmean corzos, jabalíes y liebres que en momentos felices hasta se dejan ver.

La tozudez de los ríos les permite en ocasiones abrirse camino por el terreno calizo levantando paredes verticales que se retuercen en los recovecos de los meandros. Se trata de hoces magníficas como las del Duratón o el río Viejo. Pero ésa es otra historia a dejar para después.

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