No ha sido un año propicio para Mallorca en el terreno de la cifras. En medio de los datos grises, brillaba la luz tímida de una estadística favorable. Acariciábamos con tiento los casi once meses sin que la violencia machista subterránea aflorara bajo la fórmula de un asesinato irreversible, para que esta cifra no se nos escapara de las manos. De ahí que el dolor individual por una vida joven truncada, sin darle opción y a manos de quien probablemente se consideraba con un derecho de propiedad, se sume a la sensación de fracaso colectivo. Ni un año sin su asesino machista, el desmoronamiento de una esperanza.

La información masiva sobre la violencia machista no se traduce por desgracia en su eliminación, ni siquiera en una reducción drástica de su impacto brutal. Ha servido solo, o cuando menos, para que en cada crimen nos sintamos obligados a examinar nuestra cuota de responsabilidad personal. La muerte no admite matices, pero ha cursado en un establecimiento comercial, con la humillación adicional de que el verdugo ataca a su víctima en público,el verdugo ataca a su víctima en público y en el puesto de trabajo donde se sintetizaba su imagen social. La destrucción de la persona y de la personalidad.

Escucharemos los discursos y los minutos de silencio de ordenanza, pero nadie tiene el derecho absoluto de colocarse del lado inocente. El autor judicialmente presunto pero identificado sin duda por los testigos tiene 45 años. Su pareja, 36, solo que ella no cumplirá más. El asesino no es un hijo del franquismo, ni siquiera de la primera transición. Nació en 1973, se formó en una España que ya estaba preparada para dar la bienvenida al socialismo, pero no por lo visto para educar a sus adolescentes en igualdad. No aprendió la sumisión en la escuela, a diferencia de sus antepasados. Vive en uno de los países más avanzados del planeta en el terreno de las costumbres, y sin embargo, desenterró lo peor del macho de la especie. La denuncia previa de la víctima no sirvió para nada.

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