Tres agentes de la Policía Nacional, con chalecos antibalas y la escopeta siempre a punto, sellaron durante la mañana la entrada principal al poblado. Nadie podía pasar mientras se llevara a cabo la operación, que se retrasó unos minutos porque uno de los vehículos policiales se averió. "Déjeme pasar, señor policía, que yo no vendo droga. Me puede cachear", intentó convencerles un vecino del poblado para poder llegar a su casa. Los vecinos asumieron a regañadientes el bloqueo, y aunque hubo algún momento de tensión, todo acabó sin incidentes.

Los policías identificaron a todos los que pretendían entrar caminando, la mayoría llegados en el bus de la línea 18 de la EMT, cargados con las bolsas de la compra y en compañía de niños, pese a lo lectivo del horario. "Vengo de trabajar toda la noche y voy a mi casa", explicaba una conductora a los policías para que le franquearan el paso. Pero la consigna era clara: nadie podía acceder en coche por razones de seguridad. Varios vecinos esperaron durante más de una hora la retirada del cordón del policial. Entre los vehículos que pululaban por allí, un alemán desorientado, que bajó la ventanilla y, sorprendido por el despliegue, preguntó a los agentes: "¿Voy bien para Son Llàtzer?". Hubo quien intentó saltarse el control, tratando de entrar a hurtadillas unos metros más allá, pero un simple grito de un policía bastó para disuadirlos. La redada arruinó la mañana del Rutina Ferrero, el bar de la calle principal del poblado que sirve bebidas, hamburguesas, pizzas y alitas de pollo, según el rudimentario cartel que cuelga de su puerta. La pareja que lo regenta esperó pacientemente a que la Policía se retirara para poder recibir clientes.

Todo el poblado quedó sumido bajo un férreo control, con agentes apostados en todos las esquinas en permanente estado de alerta. Solo la presencia de cámaras de televisión y fotógrafos levantó algunas tímidas protestas de los vecinos, aunque otros no tuvieron inconveniente en posar.

Mientras, varios policías inspeccionaban a fondo las cinco viviendas donde presumían que se vendía droga, bajo la atenta mirada de un grupo de niños que seguían sus movimientos encaramados a una tapia. Un pequeño bulldog, amarrado a una cadena, gruñía al paso de agentes y reporteros.