Yo conocí a Ana Niculai. La recuerdo joven, alegre y guapísima. Con unas enormes ganas de trabajar y de prosperar de forma honesta en la vida, como toda su familia. Con un empuje que le había llevado a iniciar su propio negocio, una cafetería que regentaba a medias con una amiga. Y su terrible desgracia consistió simplemente en cruzarse en el camino de un asesino despiadado. A veces, queriendo buscar un mínimo consuelo, he intentado pensar en que fue como si Ana hubiera fallecido atacada por un perro rabioso. Solo que un animal enfermo no ensuciaría la memoria de su víctima en un burdo intento de justificarse, ni dedicaría gestos insultantes a sus familiares a la salida del juzgado, como quien quiere demostrar que es un tipo muy valiente. Abarca tiene derecho a un juicio justo, de igual manera que la familia de Ana tiene derecho a una sentencia justa y rigurosa. Conviene no olvidar que Abarca era ya un delincuente multirreincidente, preso en tercer grado, que no regresó a la cárcel tras disfrutar de un permiso de fin de semana. Lo que pasó es irreparable, pero en manos de la Justicia está que pasen muchos años antes de que esta quintaesencia de maldad, concentrada en apenas metro y medio, pueda volver a hacer algo parecido.