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La foto contada

Harta

Harta

Harta / Xisco Alario

Y un día se fue. Mariana se fue. Hastiada, dolida, harta. «Me estás cansando», le decía Pere; «Siempre con lo mismo», le recriminaba él; «¿Otra vez con el mismo tema de siempre?», le preguntaba fastidiado un día de verano después de cenar, una mañana soleada mientras caminaban por el Paseo Marítimo, en una excursión por la Serra de Tramuntana en invierno o un miércoles a las siete de la tarde en cualquier momento del año.

Al final, se cansó ella. Mariana se fue. Ella partió, se liberó, no amenazó. Se fue, simplemente. Hizo la maleta y a otra cosa. Y no retrocedió. Agotada, no quiso más. No quiso esperar más, esperarlo más, estar, permanecer, acompañar, compartir una vida en la misma casa como si fueran compañeros de piso.

De todas formas, no todo fue tan sencillo como parece. Le dolió, claro, se le cayó el mundo, un proyecto de vida. Cinco países, tres continentes, diez mudanzas, quince años de pareja. A los 40 años se fue. De noche se fue con su maleta diminuta. Atravesó la calle, vacía e iluminada, con el cuerpo agotado, la cabeza estallada, la incertidumbre por delante. «No alquiles un piso sola, en esta situación no te sumes responsabilidades, más problemas, tratá de dormir», le recomendaron sus amigas desde Montevideo en el grupo de WhatsApp.

«Chicas, vivo en Mallorca. Es imposible vivir sola en Palma. Encima en esta situación no puedo pensar. Me quedo en la casa de Antònia, una compañera de trabajo. Al menos unos días», respondió Mariana con una carita sonriente, otra triste y dos corazones.

Mariana guardó el móvil y arrastró la maleta. Dejó atrás Santa Catalina, pasó por la puerta del bar en el que desayunaba con Pere, por las calles que se abrazaron, por las esquinas que se besaron, por el restaurante cutre y sencillo al que iban a mitad de semana cuando no querían cocinar.

Llegó al Paseo Mallorca. Sufrió un leve mareo. Aún estaba un poco lejos de Blanquerna. Decidió sentarse en un banco a descansar, a respirar, a ordenar un poco su cabeza bajo la noche sin nubes. Cerró los ojos, estiró las piernas, lloró un poco. «Ven a casa cuando quieras. Tu habitación está lista», le escribió Antònia con una carita sonriente. Mariana leyó el mensaje, agradeció con dos corazones. Se recuperó y caminó hacia Blanquerna, pero se demoró en el Paseo del Borne para ver las luces de Navidad, los arboles desnudos, las hojas en el suelo.

Cerca de la Misericòrdia la saludó Pep, su amigo del gimnasio. Ella le contó, Pep la escuchó, le dijo que todo irá mejor, que tal vez tenga que ir al médico para poder dormir, que cuando ella quisiera podrían tomar un café. Mariana agradeció y siguió hacia su nueva casa. Antònia la recibió, le mostró su habitación, la dejó sola. Mariana se derrumbó en la cama. A los pocos días se encontró con Pep en la calle.

—Hola, Mariana ¿Cómo estás?

—Muy bien. Gracias.

—Te veo mejor.

—Estoy mejor, poco a poco.

—¿Has ido al médico? ¿Qué has tomado?

—Decisiones.

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