Refugiados ucranianos

Un hogar en Zamora mientras dure la guerra en Ucrania

La Zamora rural acoge a varias familias ucranianas que sobreviven al dolor del exilio, a pesar de la incertidumbre y el temor al desarraigo un año después de la invasión rusa

La familia Mazur, en su casa de Tardobispo, el viernes por la tarde.

La familia Mazur, en su casa de Tardobispo, el viernes por la tarde. / EMILIO FRAILE

Manuel Herrera

Entre Zabuyannya (Ucrania) y Tardobispo, en Zamora, hay 3.600 kilómetros por carretera y varios abismos culturales, idiomáticos y sociales que la familia Mazur tuvo que saltar para dejar atrás las sirenas, las bombas y una guerra que le pisaba los talones. Esta semana se cumplirá un año de la invasión rusa de Ucrania, del estallido definitivo de un conflicto que ha provocado la muerte de decenas de miles de soldados y de, al menos, 7.000 civiles, y que ha expulsado de sus hogares a más de 14 millones de personas. El 24 de febrero del 2022, Vladímir Putin ordenó el inicio de la ofensiva, pero para los Mazur todo se precipitó 11 días después, el 7 de marzo.

La historia la cuenta, en un español más que aceptable, la hija mayor de esta familia de seis que salió con lo puesto de un pequeño pueblecito situado a una hora de Kiev para terminar en la provincia de Zamora. Valeria tiene 15 años y la virtud de conservar una sonrisa contagiosa a pesar de haber vivido en primera persona aquella huida precipitada: "Ese día, el frente estaba casi en el pueblo de al lado", explica la adolescente, que cita una ciudad cuyo nombre aún genera escalofríos: "Vivíamos cerca de Bucha", donde los rusos perpetraron una de las masacres más crueles de todo el conflicto.

La familia escapó en dirección a la frontera con Polonia y se detuvo en una ciudad llamada Kalush: "Es del tamaño de Zamora", aclara Valeria, que puebla su relato de referencias locales para ayudar a su interlocutor a comprender. La estadía allí apenas duró tres días. Su destino estaba fuera de Ucrania.

Como millones de sus compatriotas, los Mazur abandonaron el país por el lado polaco. Lo hicieron junto a otra familia que escogió Francia como hogar temporal. Valeria y los suyos tenían España en mente por el contacto de una tía de su padre y hallaron en su camino la mano amiga de Miguel, un zamorano que les ofreció ayuda, cobijo y la paz de Tardobispo.

Los padres, Evgeny y Aliona; y los cuatro hijos, Valeria, Kiril, Alexander y Uliana, se montaron en un autobús "parecido a los de Santiago Díez", en palabras de la visiblemente integrada adolescente, y se plantaron en Zamora. Después de un par de días en un piso, Miguel les abrió la casa del pueblo.

Hasta aquí, la historia de cómo se deja una vida atrás. ¿Pero de qué manera se empieza un proyecto nuevo en estas circunstancias? Con una patria en guerra, un idioma desconocido, y los amigos, el resto de la familia y los demás afectos a miles de kilómetros, el mundo puede convertirse en un lugar inhóspito. De hecho, lo normal es que lo haga. En esas, fue difícil pasar el trance para dos adultos, una adolescente, dos niños de 4 y 10 años y un bebé de cinco meses.

Pero desde el 21 de marzo del año pasado han transcurrido 335 días y los Mazur han transformado la antigua casa de Tardobispo en un hogar: "Al principio, venía todo el mundo a vernos, a conocernos y a preguntar si necesitábamos algo. Fueron muy majos", subraya Valeria, erigida en portavoz por su citada soltura con el castellano. Una de las artífices de que la hija mayor tenga ese control del idioma es Francisca, "aquí le dicen Paqui".

La vecina del pueblo ayudó a Valeria a manejarse en español para que pudiera retomar sus estudios en el Poeta Claudio Rodríguez. A la par, sus dos hermanos medianos se incorporaron también al Alejandro Casona y el padre encontró trabajo en una empresa del Polígono de La Hiniesta. Poco a poco, la vida comenzó a rodar de nuevo en un pueblo "a veces demasiado tranquilo", pero en el que esta familia ha encontrado "calidez".

Aún así, los Mazur no pierden de vista lo que ocurre en Ucrania, en la guerra. Casi a diario, mantienen contacto con familiares y amigos, siguen las noticias, saben que su bloque de viviendas sufrió daños, que se rompieron los cristales y que parte del tejado quedó dañado por los ataques rusos. Desde la distancia, reciben mensajes contradictorios sobre la suerte del conflicto y muchas veces no saben qué pensar. Ellos siguen adelante, hacen su rutina, pero olvidar resulta imposible; ignorar tampoco es una opción. Se trata de convivir con ello.

¿Y el futuro? En esto, la familia duda. La madre aboga por regresar cuando la guerra sea el pasado; el padre prefiere quedarse y Valeria, por su parte, pretende estudiar en España, donde intuye una trayectoria académica más despejada. Sus hermanos aún son pequeños para opinar. Sobre todo Uliana, que va dando sus primeros pasos sobre las calles de Tardobispo, el hogar que le ha tocado. En el salón de casa, su familia exhibe con orgullo una bandera de Ucrania y mantiene, en un lateral, una imagen de Zamora con la Catedral de fondo.

Algunos dudan si regresar; otros tienen claro que volverán cuando todo pase

La unidad de la familia resulta clave para los Mazur y es la gran rémora para Anna y Kateryna. Estas dos mujeres de Dnipró dejaron a sus maridos "en defensa de la ciudad" y se exiliaron junto a sus hijos en España. Primero, en Guadarrama, y a partir del verano en Santa María de la Vega, una pequeña localidad situada a un puñado de kilómetros de Benavente. La alcaldesa les ofreció una vivienda municipal y les dio trabajo en el programa mixto, donde realizan labores en beneficio del Ayuntamiento. A cambio, los dos hijos que llegaron con cada una de ellas se escolarizaron en el pueblo y salvaron un colegio en el que ellos cuatro son el 80%. Otro chico llamado Jorge, de Santa María de toda la vida, completa el aula.

Anna y Kateryna tienen problemas con el castellano. Se comunican a través del traductor de Google, aunque poco a poco van comprendiendo con la ayuda de los vecinos y de unos compañeros de trabajo que le piden sensibilidad al periodista: "Les cuesta hablar de esto". En el rostro de las dos mujeres se ve con nitidez el dolor de verse lejos del hogar, con la familia mutilada por la ausencia de los padres de familia y bajo el yugo de la incertidumbre de no saber qué ocurrirá mañana en su país.

"Hablamos con nuestros maridos constantemente, salvo que haya cortes de luz en Ucrania", cuenta Anna, que apunta que Kateryna y ella vivían en la misma calle en Dnipró, una ciudad de casi un millón de habitantes, pero que fue ya en Polonia cuando decidieron emprender juntas el tortuoso camino de los desplazados: "En la guerra, los niños tenían mucho miedo. Sonaban las sirenas para bajar a los refugios y se oían los bombardeos", señala. Ellas se marcharon por sus hijos.

Cuatro de los cinco niños del colegio de Santa María de la Vega son ucranianos

Anna dice que sus mellizos de seis años, Mylana y Dmytro, "se van olvidando" de aquella experiencia traumática. Ahora, van al colegio, empiezan a controlar el idioma y van dejando atrás también el interminable viaje de cinco horas en tren que les trajo a España. Los hijos de Kateryna, Vika (6) y Misha (12), avanzan igual, sobre todo el mayor, que se ha puesto al día en el colegio y que apenas necesita una pequeña ayuda para seguir el ritmo en Lengua.

El año que viene, Misha irá al instituto en Benavente y la expectativa de Kateryna y de su compañera Anna es que su mejoría con el idioma les permita encontrar algún empleo relacionado con lo que hacían en Ucrania antes de que la guerra cambiara sus vidas. Ambas trabajaban en comercios.

Las dos mujeres están visiblemente agradecidas a su pueblo de acogida y a la alcaldesa que les ha dado un techo y un sustento, pero su mente sigue en Dnipró: con sus maridos, con su familia, con su gente. Como avisaban sus compañeros de faena, a Anna le cuesta contener las lágrimas cuando habla de la situación en la que se han visto inmersas por culpa de la guerra.

Los Mazur tienen dudas sobre qué harán cuando todo pase, pero Anna y Kateryna responden sin dejar pasar un segundo: "Volver a casa". Santa María de la Vega se ha convertido en un refugio para ellas y sus hijos, pero el hogar auténtico siempre estará en Ucrania.

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