Memoria

Valbuena: el maestro que acompañó desde Asturias a los "niños de Rusia" y que murió en el Gulag

Un libro escrito por su nieto, Gonzalo Barrena, recupera la memoria del profesor que educó en Leningrado a los evacuados desde El Musel y que luego sufrió las purgas de Stalin

El maestro Valbuena, en el centro de la imagen, rodeado de niños, otros maestros y educadores en Leningrado en 1938.

El maestro Valbuena, en el centro de la imagen, rodeado de niños, otros maestros y educadores en Leningrado en 1938.

Eduardo Lagar

Su sobrina Celia recuerda así al maestro Nicolás Díaz Valbuena (1891-1942): "Quería cambiar el mundo y no pudo hacerlo". No pudo hacerlo porque, como a tantos en las convulsas décadas que le tocó vivir del siglo XX, aquel mundo que quería transformar acabó llevándoselo por delante. Diez Valbuena fue uno de los maestros que acompañó desde El Musel a los "Niños de Rusia", evacuados en la Guerra Civil para ponerlos a salvo del conflicto. El maestro Valbuena, al que siguieron a la Unión Soviética su esposa y su hija, fue profesor en la Casa número 9, uno de los internados creados en Leningrado para acoger a los hijos de los republicanos. Pero la vida de aquel docente, de camisa siempre blanca y pantalones bien planchados, un "excelente" profesor de Matemáticas preocupado también por enseñar la estética aristotélica y por mantener fresco el recuerdo de España, se torció al toparse con las purgas estalinistas que arrasaron la URSS. Una denuncia anónima en 1941, probablemente de una mujer española, lo convirtió en alguien "indispuesto enemistosamente hacia la Unión Soviética". Lo detuvieron y fue enviado al Gulag. Falleció ese mismo año, en lugar desconocido, a causa de una neumonía, mientras era trasladado de un campo de concentración a otro.

El nieto del "camarada Valbuena" –pedía a todos que lo llamaran así- es Gonzalo Barrena, profesor de Filosofía en el Instituto de Cangas de Onís. Acaba de recuperar esta historia en el libro "Nicolás Diez Valbuena. Memoria incompleta de un maestro", editado por La Memoria del Norte y escrito a medias con la escritora y periodista María Llanos Kassheeva, doctora en Filología por la Universidad Lomonósov de Moscú. María Llanos es hija de uno de aquellos "Niños de Rusia" que fueron alumnos de Valbuena.

El docente durante una de sus clases en el internado de Leningrado.

El docente durante una de sus clases en el internado de Leningrado.

Nicolás Diez Valbuena nació en 1891 en Vega de Gordón, en la montaña leonesa. Comienza su carrera docente muy pronto, con 16 años. Su primer destino es San Tirso, en Mieres, en 1907. Cobraba tres veces menos que un peón de mina. Luego fue pasando por distintos destinos: Castrillón (Boal), El Tozo (Caso), Pereda (Oviedo) y Lago-Vallobil (Parres), donde conoció a la que sería su mujer, Caridad Lueje. En 1934 llega como profesor a Gijón. Ya tiene una hija, Dulce María, que por entonces contaba 16 años y estudia enfermería en Salamanca. El estallido de la Guerra Civil, en julio de 1936, los pilla de vacaciones en Cangas de Onís. La familia regresa a Gijón. Valbuena se pone al servicio de las autoridades republicanas, que lo destina al Comité de Transportes de Gijón. También participó en labores de fortificación en Llanera. Mientras, su mujer proporcionaba comida y alojamiento a los milicianos. Su hija, como enfermera que ya era, curaba a los heridos. Aunque Nicolás no pertenece a ningún partido, está afiliado al sindicato de obreros de la enseñanza de CNT y a la asociación de Amigos de la URSS.

La «Casa número 9», el internado de Leningrado donde enseñó Valbuena.

La «Casa número 9», el internado de Leningrado donde enseñó Valbuena.

Es precisamente la pertenencia a la Asociación de Amigos de la URSS la que, según su nieto, le proporciona el billete –a él, a su mujer y a su hija– para formar parte del grupo de maestros que acompañaría a los niños evacuados a la Unión Soviética, para ponerlos a salvo de la contienda. La cuarta evacuación de niños –más de mil entre los tres y los quince años de edad- partió en medio del dolor de los que se iban y los que se quedaban en la madrugada del 23 al 24 de septiembre de El Musel en el buque "Dairiguerrme". Nicolás tenía 45 años. En Leningrado serían recibidos con flores y globos.

En este punto de la narración, toma las riendas del libro María Llanos, quien se encarga de relatar la estancia en Leningrado y perfilar el carácter de Valbuena gracias a los testimonios de sus familiares, que fueron alumnos suyos. Los niños españoles fueron destinados a internados creados para ellos, denominados "Casas". "Recibían educación en español, para que no perdieran el contacto con su patria y sus familias. La intención era devolver a los niños a una España en paz, fortalecidos y felices", escribe Llanos.

"Nicolás se distinguía por una elegancia natural, sin remilgos. Vestía camisas blancas como la nieve y pantalones impecablemente planchados. Los muchachos intentaban imitarlo. En las Casas, fumar estaba estrictamente prohibido, pero los niños intentaban verse, como Nicolás, sacando un Belomorkanal de un paquete, pensativos, y encenderlo para continuar con una conversación... Los populares cigarrillos comenzaron a ser producidos en 1937 por la fábrica Uritsky de Leningrado", escribe María Llanos a partir de los testimonios recogidos entre aquellos alumnos de Valbuena, quien deleitaba a los escolares con sus recuerdos de infancia. "Lo que más atraía de Nicolás a aquellos niños que añoraban a su familia y su patria, eran las magníficas historias sobre España, su naturaleza y fiestas, literatura, historia, proverbios, anécdotas… Con una especial empatía, Nicolás narraba su infancia en las montañas de León, donde las crestas de los montes parecían dinosaurios dormidos, donde los vientos soplaban en libertad, entre cielos y tierras lejanas... Hablaba el maestro en un castellano brillante como ningún otro".

En el Leningrado de 1937, aquellos niños aún eran los "representantes del heroico pueblo español" que aún estaba en lucha contra el fascismo. Recibían un tratamiento privilegiado. Pero "con la caída de La República, la situación cambió radicalmente. Los refugiados pasaron a la categoría de inmigrantes, no había ninguna institución que protegiera sus intereses y el sistema pedagógico soviético se hizo cargo por completo de los niños", detalla María Llanos. Los 16 internados especiales que había en Rusia y Ucrania entraban, desde entonces, bajo la vigilancia del NKVD, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, el gran hermano que todo lo espiaba.

En aquella época, ya florecía tras los Urales con profusión la negra flor de las purgas. La Unión Soviética donde, como decía Félix Dzerzhinski, fundador de la policía secreta bolchevique, era un país son si uno carecía de antecedentes no era mérito suyo, era que las autoridades no habían hecho bien su trabajo. Y en ese ambiente donde el silencio era la forma más segura de expresarse, el camarada Valbuena, tenía todas las de perder. María Llanos dice que Valbuena era "un hombre sincero que no tenía reparos en llamar a las cosas por su nombre. No trataba de ocultar su punto de vista, ni consideraba necesario hacerlo".

Y entonces llegó la denuncia.

Los autores del libro no han logrado esclarecer todas las circunstancias. Los documentos hoy siguen clasificados y en manos del FSB, el actual servicio de seguridad ruso, heredero de la KGB que a su vez sucedió al NKVD. Lo único que han llegado a esclarecer es que la causa se instruyó en español y que la denunciante fue una mujer. Tampoco han logrado determinar si hubo una denuncia o varias. María Llanos, sin llegar a atribuírselo directamente, subraya el papel que tuvo un personaje llamado Soledad Sancha en la vigilancia y purga de los maestros españoles que habían acompañado a los niños evacuados. Sancha, casada con Luis Lacasa, arquitecto del pabellón de la República en la Exposición Universal de París de 1937 –para la que se encargó “El Guernica” de Picasso- era funcionaria de los servicios secretos soviéticos e hizo algunas recomendaciones sobre la necesidad de "liberar del trabajo en las casas infantiles" a algunos empleados españoles.

El «Kooperantzia», el barco en el que Valbuena llegó a Leningrado, tras un trasbordo en Francia E.LAGAR

Valbuena fue detenido, muy probablemente el 28 de febrero de 1941 junto a otra profesora española, Rosario Álvarez Álvarez. María Llanos recoge el testimonio de su tío Carlos, alumno de Valbuena, donde cuenta cómo los niños asumieron la detención: "Un día desapareció Valbuena, aquel maestro asturiano que muchas veces nos contaba en clase historias del pueblo donde se había criado en la montaña leonesa. Fue detenido acusado de espiar para Franco. ¡Esa noticia ya fue el colmo de todo! ‘Valbuena’, nos informaron, ‘es un agente fascista y un enemigo del pueblo’. Por mucho que nos devanamos los sesos, no conseguíamos entender la incoherencia. ¿Cómo podía Valbuena, un hombre inofensivo que no había hecho daño a nadie, ser un espía?".

Tras la desaparición del maestro Valbuena, no se habrían de terminar las penalidades para su esposa Caridad y su hija Dulce María, que era enfermera en el hospital de Leningrado, ya tenía 23 años y se estaba preparando para entrar en la Academia de Medicina. Se vieron envueltas en un "sinfín de peticiones" al NKVD para conocer el paradero de su marido y padre. Entre la colonia española les dieron la espalda. "Nicolás Diez Valbuena se había convertido en un problema", escribe María Llanos.

Y mientras, la guerra. Los alemanes cercaron Leningrado, que estuvo sitiado del 8 de septiembre de 1941 y hasta el 27 de enero de 1944. En esos 872 largos días de hambre y frío se estima que hubo entre medio millón y un millón y medio de muertos. En marzo de 1942, se abrió el llamado "Camino de la vida", una ruta de evacuación a través del helado lago Ladoga. Caridad y Dulce, la esposa y la mujer de Valbuena, lograron salir. Primero, llegaron hasta Mostovoye, un pueblo en las estribaciones del Cáucaso. Luego, en agosto de 1942, otra evacuación, detrás del ejército rojo en retirada. Muchos kilómetros andando por las rocosas laderas del Cáucaso hasta llegar a orillas del Mar Negro, en Sujumi, donde recibirían la noticia de que Valbuena había muerto de neumonía en el traslado de un campo a otro.

Gonzalo Barrena Diez, el autor de este libro, nació en Tibilisi, Georgia, en 1956. Su madre, que había perdido a su padre en el Gulag, conoció allí en 1954 a Gonzalo Barrena Blanco, cuya peripecia no desmerece en nada, por cruda, la del maestro Valbuena. Barrena padre, teniente de la República Española, se exilió a Francia tras la guerra. Allí fue capturado por los nazis, que lo mandaron al frente ruso, donde coincidió con otros españoles de la División Azul. Fiel a sus creencias políticas, cruzó a nado el Voljóv para pasarse al bando soviético. Pero allí, en vez de ser acogido, fue tomado por desertor y enviado, durante once largos años, a distintos campos de trabajo. Volvió a España con su mujer, su hijo y su suegra en 1957. Pero esa es otra historia que, quizá, merezca otro libro.

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Gonzalo Barrena

Entre los niños que zarparon de El Musel, había uno que se llamaba Adolfo. Era de Oviedo. Tenía 14 años y con la infancia a la espalda, miraba al mar y al futuro con cierta curiosidad. En los ojos de los adolescentes ciertas imágenes perduran indefinidamente. Fue a Rusia, añadió veinte años a los 14 que tenía y volvió, lo que equivale a vencer en muchas batallas. En muchísimas, porque buena parte de ellas lo fueron antes de cumplir los 18. De toda la epopeya, dio cuenta con los años en unas memorias que –justamente– denominó imborrables. Porque lo fueron . (Cabal del Cueto, Adolfo Eustaquio, 2007 "Memorias imborrables", KRK Ediciones)

En la cadena de recuerdos que recompuso, titilean varias imágenes de Nicolás, a quien Adolfo veía desde su edad, con la retina limpia de ideología y la tranquilidad sobrevenida de la navegación. Al muchacho, la figura del maestro le llamaba la atención. "A mi lado, fumando un cigarrillo francés (supongo que era francés porque me había fijado en cómo uno de los marineros invitaba al señor que fumaba), estaba un maestro de los que nos acompañaban en la expedición. Una de las maestras, yo la conocía, le llamó Nicolás. Al saber su nombre yo me dirigí a él como si lo conociera de toda la vida: Oiga Don Nicolás, ¿Ese buque tan grande y tan bonito será el crucero Cervera?. No se atreverá a capturarnos en aguas internacionales, ¿verdad?"

Todo el pasaje temía al Cervera, uno de los instrumentos con que el bando rebelde aterrorizaba a la población civil que residía cerca de la costa. Nicolás fumaba empedernidamente, como se hacía entonces. Años más tarde, durante el asedio de Leningrado, cuando morían diariamente cientos de personas de hambre y frío, Dulce María se consolaba con el hecho de que el padre no estuviera dentro de la ciudad. Aquella manía de fumar se lo habría llevado por delante de haber estado allí, con ellas. Nicolás respondió al muchacho que preguntaba: "Ese buque tan grande es el acorazado inglés ‘Hood’, que vigila las costas españolas por mandato del Comité de No Intervención de la Sociedad de Naciones. No temas, no nos hará nada.

En efecto, ni aquel barco, ni la Sociedad de Naciones hicieron nada. Nada de nada. Ni siquiera lo que deberían haber hecho frente a la barbarie. No obstante, en aquellas horas de incertidumbre la presencia del buque inglés disuadía a los agresores y aliviaba la zozobra del pasaje.

Con ayuda de la suerte, dos escalas y un transbordo, el colectivo llegó a Leningrado, alejándose de la patria –se la quedó el General– y alejándose también de la temida conflagración sobre suelos obreros y cuencas de izquierda. La pertenencia al Sindicato de Obreros de la Enseñanza y la radicalidad de su posicionamiento político, además de la participación en el comité de depuración de profesores, fueron sin duda razones para partir y evitar la represión. Una alumna suya, Araceli Ruiz, llevó toda su vida en la cartera la foto dedicada de puño y letra por Nicolás. Con más de 90 años, Araceli aún bajaba la voz como si algún comisario pudiera escucharla: "Valbuena nunca se callaba".

Y llegaron a Leningrado. En el imaginario de todos los que compartieron aquel desembarco, ondean las banderas, las cabelleras rubias, la música, la expresividad en las manos y los brazos del recibimiento. El lenguaje corporal y el sonido desbordaban afecto. Allí se acuñó la impresión general sobre el "pueblo ruso" y el calor de su acogida. ¿Qué es el pueblo?. La verdad humana como especie, poderosa y desnuda de poder, cálida, fraterna…

La cena de aquel día brillará en el recuerdo de los niños como una epifanía del paraíso báltico. "En catorce años de existencia ya jamás había visto, ni tan siquiera soñado semejante variedad y riqueza de la ciencia culinaria. Años más tarde, hablando con Don Nicolás Valbuena sobre aquella inolvidable noche, se acordaba del menú que nos habían servido: en primer lugar nos pusieron sobre la mesa riquísimos y caros entremeses. Caros entremeses; según don Nicolás, a continuación nos sirvieron un plato que tenía de nombre Perdiz Imperial, aderezada la perdiz con guindas de Petrosavodsk. (...) Don Nicolás decía que en Francia, que es el país donde mejor se come, se denomina a este plato solamente ‘perdiz imperial’, sin guindas; por último nos sirvieron el típico plato ruso: alai con chantillí".

(...)En la memoria de los días y de la etapa, retorna siempre el agasajo ruso y la sofisticación de los obsequios, percibidos con extrañeza por aquel pequeño proletariado poco acostumbrado a ceremonias que no fueran bodas o bautizos; y la exquisita música…estaba claro que habían desembarcado en otro lugar del Universo, quizá en otro universo.

(...) En los ojos del muchacho Adolfo, la figura de Nicolás reaparece una y otra vez entre trajes, corbatas y tabaco, envuelto en un halo de respetuoso afecto. En sus palabras, ahí va una imagen natural casi fotográfica del maestro:

"Don Nicolás Diez Valbuena impartía, en primero de bachiller, las asignaturas de Ciencias Naturales y Matemáticas. Era más bien bajo, de estatura y complexión robusta, de pelo pelirrojo y picarescos ojos verdes. Muy presumido; fumador empedernido. Le gustaba el teatro, nos lo confesaba. Los primeros meses de estancia en Leningrado frecuentaba el teatro dramático y el teatro del Palacio de la Cultura del distrito de Vuiborg, donde ponían obras de Lope de Vega y Calderón de la Barca. Llevaríamos un par de meses en la Unión Soviética y Don Nicolás, como los demás profesores españoles y personal auxiliar, posiblemente no conociera ni media docena de palabras rusas. Sabiendo que Don Nicolás era un empedernido amante del teatro clásico, le preguntábamos qué tal interpretaban los actores rusos las obras de nuestros clásicos. Se quedaba solo ponderando la técnica interpretativa de los actores, así como la escenografía y vestuario; había usado todos los adjetivos de admiración existentes. Don Nicolás iba siempre trajeado y cambiaba de camisa a diario. Tenía un montón de corbatas. (…)

El señor Valbuena era un gran conocedor de chistes y anécdotas. Con frecuencia, después de las clases formábamos una tertulia en los pasillos para oír los chistes y anécdotas que nos contaba. Acudíamos solamente chicos, porque alguna vez salían a relucir chistes picantillos. Las chicas lo sabían y por eso no acudían. No era porque los chicos objetáramos algo en contra de su presencia. A veces el profesor nos contaba chistes y anécdotas de tinte político. Fue muy osado al atreverse a contar alguno que había escuchado incluso en alguna tertulia en el Consulado de México, cuando ya había desaparecido el Consulado Español, y acudía allí para traernos los periódicos mexicanos. Los mexicanos, que son capaces de reírse hasta de su padre, también contaban chistes de la vida de los soviéticos. A los chistes que nos contaba nunca les daba el menor tinte político. Los mexicanos contaban con verdadera gracia los chistes de los rusos.

¡Pobre don Nicolás! ¡Qué caro le costaron aquellos chistes!".

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