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Souvenirs

El Museo del Souvenir de Mallorca, desbordado

El Museo del Souvenir de Mallorca, desbordado

El Museo del Souvenir de Mallorca, inaugurado el pasado verano en las páginas de este periódico, se ha quedado pequeño. Apenas terminado el recorrido por sus salas, se descubrió que había muchos más horrores que incorporar y preservar para las futuras generaciones. Una labor impagable e imprescindible, como lo han sido otras iniciativas de las autoridades de las islas y del Estado.

Veamos algunos ejemplos. Maria Antònia Munar proyectó un museo marítimo submarino. Es cierto que nunca se materializó, pero el simple abono del anteproyecto ya prueba el interés, palabra polisémica, de la política costitxera por la cultura. Lo de Jaume Matas y la ópera de Santiago Calatrava no era exactamente un museo, pero los millones gastados también prueban que la expresión artística en forma de ópera da mucho de sí, y de nuevo la expresión –acción de exprimir– tiene varias lecturas.

Rafael Moneo amplió las salas del Prado. Los sucesivos ministros de Cultura han pagado millonadas para que los cuadros de la colección del barón y la baronesa Thyssen se vean en Madrid, aunque pagamos todos. Lo de Isabel Díaz Ayuso de «Madrid es España dentro de España. ¿Qué es Madrid si no es España?», no es nada nuevo.

Las instituciones y los partidos políticos isleños se sumaron con entusiasmo a la creación del Museu del Baluard de Pere Serra. Es cierto que, extraña y sorprendentemente, nunca han mostrado el mismo interés por el Museu de Mallorca. Sin embargo, con tan destacados antecedentes, nadie podrá rechazar la imprescindible ampliación de este humilde guardián y conservador de las esencias del turismo de la isla.

En la visita del verano pasado, encontramos salas abarrotadas con platos dedicados a la catedral, a las cuevas del Drach, a la Cartoixa de Valldemossa… para que nuestros visitantes guardaran un recuerdo inolvidable en la entrada de su casa de Liverpool, en la cocina o en el trastero. También descubrimos termómetros que un día marcaron treinta y dos grados centígrados en una playa de Mallorca y al siguiente apenas superaron el cero en Malmoe. Descubrimos que el amor por Chopin y sus dos meses en la Cartoixa puede manifestarse sin contar con un piano Pleyel. Bastan diez centímetros de madera de olivo para que suene una polonesa de Fryderyk. Al músico le hemos perdonado las ofensas de su amante George Sand, aunque las múltiples traducciones de Un invierno en Mallorca también se usan como recuerdo de la isla.

En una de las dependencias del museo de papel del año pasado vimos nevar sobre la catedral y sobre playas con palmeras. Infringiendo todas las normas de las instituciones museísticas, apagamos cigarrillos sobre la isla entera, una pareja de bandoleros y el estadio de Son Moix, o como diablos se llame ahora. Guardamos nuestros euros en carteras de cuero repujado con parejas de ball de bot. Incluso equipamos nuestras cocinas o vestimos camisetas con la misma sargantana que en México, Estados Unidos o Thailandia… aunque, inexplicablemente, «fora Mallorca» las llaman Gekko. Será por ignorancia.

El Museo del Souvenir de Mallorca se había quedado pequeño solo con las colecciones del año pasado. Un periodo que aún era pandémico. Abarrotados y en nuestros almacenes quedaban discos, cucharillas, abridores de botellas, vasitos para chupitos o posavasos. Llenos de polvo se amontonaban llaveros con escenas marinas. Se guardaban televisores con vistas idílicas de la isla, barajas, imanes y hasta billetes de euro. Incomprensiblemente, había quedado sin exponer un ataúd. Sí, un ataúd como recuerdo de la isla… y con bicho dentro.

La ampliación del museo es imprescindible sobre el papel y en la red. Es un acto de justicia que la cultura generada gracias, por y para Mallorca (aunque es probable que al menos en parte tome forma en China) encuentre acomodo en salas tan dignas como las que conservan la pintura gótica o las obras de Pablo Picasso.

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