Cuando a Natalia y a Kionul les preguntan si se darían la mano por la calle en Rusia, ellas contestan que "no somos kamikazes". En su país está prohibido y las podrían detener por ello. Así de fácil. Y si no las encierran, corren el serio peligro de ser agredidas físicamente por algún intolerante. Todo desde que se aprobó la "ley contra la propaganda de relaciones no tradicionales". Desde entonces un beso en la plaza mayor significa cárcel.

Las dos huyeron de un país convertido en infierno para ellas y todo lo que representan. Llegaron a València, donde se casaron hace quince días y son muy felices. Desde un centro comercial explican cómo es la cárcel diseñada por Putin y administrada por una sociedad intolerante con las personas Lgtbi. Alona Malakhaeva, activista rusa y traductora, hace posible la conversación.

La lgtbifobia en Rusia se parte en dos planos. "En el legal está prohibido. Casi nadie muestra en público sus relaciones o disimulan no tenerlas", explica Natalia. En el cultural "corres riesgo de sufrir violencia física por parte de algún intolerante".

La posición mayoritaria de la sociedad con lesbianas, gays, y bisexuales es pasivo-agresiva. "Que existan, pero dentro de sus casas. No van a apoyarnos porque no les parece correcto, pero tampoco se meten en nuestras vidas". Otro grado es el de las personas que piensan que "es una enfermedad que tiene que tratarse". De hecho, matiza Natalia, "Rusia tiene su propia lista de enfermedades mentales y nosotras seguimos en ella".

Natalia y Kionul durante la entrevista en un centro comercial. JM López

El posicionamiento más radical, añade, "es que se trata de una perversión que debe ser erradicada". "Si hablamos de la cantidad de personas que toleran la libertad de las personas de elegir pareja... puede ser un 10%", lamenta.

Peligro en la calle

No exagera. En el país existen grupos ultras como "Sierra contra los Lgtbi" que publican listas negras con objetivos del movimiento e incluso ofrecen dinero por atacar a estas personas, según han publicado medios rusos. Los precedentes de activistas por los derechos del colectivo no son nada buenos. La última fue Yelena Grigoryeva, asesinada en la puerta de su casa y hallada con ocho cuchilladas en la cara y en la espalda, además de indicios de haber sido estrangulada.

"Si hablamos de la cantidad de personas que toleran la libertad de las personas de elegir pareja... puede ser un 10%", lamenta Natalia

"No sabemos a día de hoy quien fue el responsable, pero sí que su domicilio particular estaba en estas listas de personas que perseguir y eliminar. Hay sospechas de varias organizaciones", denuncia Natalia. La realidad es que el presidente de Chechenia (una de las regiones) llegó a pronunciar un discurso abiertamente homófobo en el que llamaba a atacar a las personas del colectivo.

Es entendible, entonces, que Natalia no saliera del armario en 41 años en Rusia. Ella trabajaba en márketing, un buen puesto e una buena empresa. Si alguien le preguntaba directamente contestaba que sí, que es lesbiana. Pero nunca vio posible poder abrirse públicamente. Hacerlo implicaba, para empezar, el despido. Es lo que le ocurrió a personas en puestos más bajos de la empresa cuando revelaban su sexualidad. A eso, se sumó el bullying a su hija "solo por tener una estética diferente". Cuando descubrió que ella también pasaría por el mismo infierno, empezó a pensar en irse.

A esta homofobia irrespirable en cada esquina se une que "no tenemos organizaciones de apoyo". "El estado no les permite recibir financiación, ni pública ni de ningún tipo. No puedes financiar tu organización si es literalmente ilegal. No puedes tener abogados, ni trabajadores defensores de Derechos Humanos, ni a nadie", cuenta. Las organizaciones son, como mucho, puntos de apoyo muy concretos. Cuando ella entró en depresión fue ayudada por una, pero solo pudo permitirse tres sesiones de terapia. No más. "Muchas personas de asociaciones han tenido que huir del país por las constantes amenazas homófobas tras ayudar a personas", lamenta. "Si tu sales del armario no tienes ninguna forma de protegerte".

Protestar también es una quimera o un acto kamikaze. Natalia lo hizo en 2010, en una concentración en la que simplemente se tapaban la boca con esparadrapo. Fue detenida y ya tuvo suficiente. Los precedentes, como las feministas del grupo Pussy Riot tampoco son esperanzadores. "En la última detención trascendió que un policía amenazó a una de ellas con violarla con la porra cuando estaba detenida", cuenta.

Kionul vivió 28 años en Ucrania, y desde allí vio como el presidente Janukóvic intentó tumbar una legislación lgtbi en el año 2013. Las manifestaciones en la calle evitaron que el Gobierno se atreviera, y desde entonces pueden celebrar el orgullo. En Rusia, la represión fue tan fuerte que acallaron al movimiento en 2014. Desde entonces las muestras de afecto de "relaciones no tradicionales" están prohibidas.

El horror de ser trans

"Las personas trans en Rusia no tienen ninguna oportunidad. No puedo ni imaginarlo", explica Natalia. Es un escalón más dentro del infierno. Por supuesto, no hay acceso a hormonas (salvo las clandestinas), ni posibilidad de cambio de nombre en tu documentación, ni mucho menos operaciones. Es más, Rusia tiene un catálogo de enfermedades mentales al margen de la OMS que incluye a estas personas.

Natalia explica que conoció en Rusia a una mujer trans. Tomaba hormonas clandestinas y su pareja llegó a normalizar que llegara con golpes y heridas a casa. Finalmente huyó a Estados Unidos. "No hay opciones para ellos en Rusia. Ninguna. Son un tabú", cuenta.

"El patriotismo es un amor ciego influenciado por la propaganda. No podemos amar a un país que nos odia y odia todo lo que representamos", explica Kionul

La felicidad en taca taca

Ni Kionul ni Natalia son patriotas. "El patriotismo es un amor ciego influenciado por la propaganda. No podemos amar a un país que nos odia y odia todo lo que representamos", explican. Natalia sentía que la sociedad oscilaba entre morir en soledad o casarse y ser como todos los demás. Ninguna de las dos cosas le representaba.

Y se vino con Kionul a València. "Lo primero que sentí fue que podía respirar. Podía estar tranquila sin mirar por todos lados, imaginar mi futuro de otra manera". Hace 15 días se casaron en la Ciudad de la Justicia de València, nerviosas por si faltaba algún papel y tras más de dos años separadas por la pandemia. Ahora, Natalia va a aprender español para trabajar aquí. Su vida ha dado un giro radical para bien. "Ahora solo quiero rellenar este tiempo con Kionul con momentos bonitos hasta que seamos dos ancianas que caminan con un taca taca por la calle juntas", cuenta.