ABBA ha vuelto. El cuarteto más famoso de Suecia ha grabado algunos temas nuevos y anunciado una gira internacional. Una gira de aquella manera, de esas que exprimen la tarjeta de crédito en la misma medida que se sirve de ese sentimiento inapelable del público llamado nostalgia. El personal no verá en carne y hueso a los miembros del grupo, sino a sus hologramas, una forma como otra cualquiera de ir a trabajar con antiguos amigos a los que no aguantas, exparejas en su caso. Sin moverte del sofá y cumpliendo el sueño de muchos promotores y fans 40 años después de la separación. No era yo muy de ABBA, aunque admito que cada nochevieja que suena Dancing queen se me pone cara de ganso y las parejas se miran de forma un poco tontorrona mientras bailan sin saber muy bien si imitar al grupo o abrazar a otro ganso más a trasmano.

Pero vayamos a los hologramas porque sería un apaño ideal para nuestros políticos y luego hablaremos de ello. Si han visto algún vídeo -la iniciativa de ABBA no es nueva- el resultado es sorprendente. Los hologramas fabulan con la sensación de que la masa corpórea está ahí mismo, viva y en movimiento, irresistible al engaño. No deja de ser un camelo caro, aunque filfa al fin y al cabo. Por la red abundan experiencias previas con Michael Jackson o Elvis Presley. Al lado de lo que son capaces de lograr las nuevas tecnologías, el mítico holograma que sale disparado de R2D2 con la princesa Leia pidiendo ayuda al maestro Kenobi (“Ayúdame Obi-Wan Kenobi, eres mi única esperanza”) equivale a comparar un juego de Spectrum con la última versión del Fortnite. A juzgar por las fotografías que se han difundido de los cuatro ABBA a punto de convertirse en etéreos, el Fortnite queda relegado a simple videoconsola.

Cuando supe de los hologramas de ABBA enseguida me acordé de Puigdemont, y de qué mejor manera de presentarse ante sus seguidores en la Plaça de Sant Jaume que en forma de holograma, con los dos pies en Bélgica, allí pero aquí, a salvo de incómodas órdenes de detención y a un golpe de clic de salir del programa en caso de que por allí anduviera Junqueras a pedirle cuentas. También me acordé de Casado, de los kilómetros que se habría ahorrado cocinando chuletones con las brasas apagadas, subido a un tractor en Matadeón de los Oteros o valorando los daños del mar Menor en la rambla del Albujón; de Pedro Sánchez, que en lugar de subirse al Falcon mandaría a su holograma a entrevistarse con Biden comme il faut, y ahorrarse, de paso, los 30 segundos que tardó el juez de línea en pitar fuera de juego. Incluso el rey emérito podría convencer a la justicia española de que no hizo lo que dicen que hizo sin la necesidad de abandonar el desierto y regresar a la patria en la que reinó. Nunca mejor dicho, un holograma real.

Lo de ABBA es una engañifa de la que no tengo ninguna duda generará entre sus admiradores tantas filias como fobias, más de las primeras. Están pero no están, lo parece y lo contrario. Pero es un trampantojo anunciado, consentido y transparente, sin trampa en origen, honesto. Reducido a simple ilusión, el grupo sueco cuenta con el respaldo de un repertorio solvente y con la complicidad de millones de admiradores que no solo saben que ellos no pisan el escenario, sino que los protagonistas han tenido la decencia de vender el contenido por encima del envoltorio. Y, además, dudo mucho de que a un fan de ABBA le importe más el aspecto físico que sus canciones, bien hormigonadas, como dije, sólidas, reconocibles, sin ardides ni imponderables que desvirtúen su setlist. Por eso sus hologramas se han convertido en aliciente y no en hándicap de su gira. Lo que le importa al personal es volver a escuchar Chiquitita y mucho menos el aspecto que puedan tener hoy Anni-Frid y Agnetha. Les basta con la contundencia de su cancionero. Eso ya es mucho más de lo que puede ofrecer hoy nuestra clase política, para la que un holograma es insuficiente para enardecer al tendido, al que tratan de vender como bueno lo que no es más que pura ilusión, justo al contrario que ABBA. Con Puigdemont, verbigracia, pueden haber tenido alguna canción en común y poco más, digamos Waterloo, con la que los suecos comenzaron su particular revolución cuando ganaron Eurovisión. Y entre el resto de gobernantes no parece hallarse ningún Obi-Wan Kenobi.

@jorgefauro