He nombrado a un amigo mío como albacea en redes sociales. Hace tiempo le dije: te nombro mi albacea. Y le di mis contraseñas para que llegado el día de eso que dicen los cursis de que la tierra te sea leve, entre a saco en Facebook y proclame mi muerte para conocimiento general y para evitar que los prestamistas continúen mandándome por privado sus mierdas a un interés engañoso; para que las Svetlanas de turno dejen de pedirme amistad y de prometerme mambo virtual y los bots de la extorsión crean que pueden cogerme en un renuncio con la cámara expuesta y zurrándome la sardina.

Y para que cierre mis cuentas y dejen de felicitarme por mi cumpleaños tiempo después de estar criando malvas.

Le ha pasado esto último a un personaje ilustre de la ciudad donde aún vivo a ratos. El finado nos dejó en el mes de mayo y hoy era su cumpleaños. "Y tu amigo Eleceo te desea feliz cumpleaños y que Dios te proteja del coronavirus". Un cachondo este Eleceo. O quizá no recuerda que Luis, que así se llamaba el ilustre, la cascó hace meses. Posiblemente, ni siquiera era su amigo de verdad, ya saben, las redes sociales llaman amigo a cualquier cosa, incluso a Svetlana. Y si eras su amigo, debo decirte, Eleceo, que te vigiles el Alzheimer y seas tú quien ruegue a Dios que te proteja porque con esa cabeza tuya no sé yo. Ponte la mascarilla, al menos, Eleceo.

El pobre Luis está muerto y siguen felicitándole por su cumpleaños como si fuera a invitarles a tarta. En lo que quiero pensar que es una errata, otra amiga de Facebook le dice: "Feliz cumpleaños, guapa". Pobre Luis.

Aun en las buenas intenciones, las redes sociales son, aparte de muchas más cosas, la alfombra roja de los pobres, el photocall de la impostura, el terreno abonado al protocolo de andar por casa. ¡Guapo! O ¡guapa!, escriben. Y lo hacen así, entre exclamaciones, como a una virgen en Semana Santa, dirigiéndose al feo de la pandilla o al que acaba de salir del hospital con cara de estar más allá que acá, más cerca de encontrarse con el ilustre Luis que de regresar a casa a iniciar una animada conversación con Svetlana ratón en mano. No soy de subir fotos propias, pero si en un descuido alguna vez lo hago, hay quien me ha escrito ¡guapo! y la he borrado de inmediato, porque ese piropo, más de manual que espontáneo, me indica que esa imagen mía no está entre lo mejor de mi fotogenia. Felicitar el cumpleaños a un muerto en su muro de Facebook es todavía peor que le digan guapo a un feo para cachondeo general. Es como haber pasado por la vida sin importarle a la generalidad, haber pasado de tránsito, como sin trascendencia, carente de impronta social, prescindible y en el olvido postrero del último aliento, en la más absoluta irrelevancia.

Esta reflexión se la hacía yo esta mañana a mi albacea, algo asustado cuando le distinguí con tal título pensando que me iba al otro barrio, aunque cerca estuve una vez. Las redes sociales, bien lo sabría ahora el ilustre Luis de haber visto que le felicitan después de diñarla, constituyen una especie de matrimonio en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad y en la vida y la muerte. Y en el más allá. Son ese viudo o viuda que no para de recordarte el resto de sus vidas, que no te deja tranquilo ni después de muerto, que en ocasiones te hace inmortal a tu pesar sin siquiera concederte el derecho al olvido. Cuando he visto las felicitaciones de cumpleaños del finado he imaginado otra cosa, acaso más mórbida, como es que quienes le han felicitado hayan muerto también. Y entonces he sentido un escalofrío y ganas de seguir viviendo como quien se monta una película con seres de otra dimensión. Luego me he preguntado si yo mismo estaría vivo o acaso soñándolo, y a punto he estado de ir al muro de Facebook del ilustre Luis y escribirle una felicitación de cumpleaños. Pero entre tamaño delirio, al final he optado por venir aquí y contárselo a ustedes para rogarles que se cuiden del virus, se lo tomen en serio y no tengan que felicitarles su cumpleaños después de dejar este mundo. Eso sí sería triste. Nombren a un albacea.