Juan Carlos I tenía negocios en Mallorca, repase los restaurantes que promocionaba. Juan Carlos I intermediaba operaciones en Mallorca, repase la compra de embarcaciones de su deportista favorito. Juan Carlos I sabía que sus negocios bordeaban la ejemplaridad y la legalidad. También era consciente de que en algún momento debería enarbolar su inviolabilidad, y así lo comentó en la isla:

—Ya sé que tengo la inviolabilidad, pero si me pillan en algún escándalo no me agarraré a ella.

—¿Y qué haríais, Señor?

—Abdicaré.

Dicho y hecho, décadas después de pronunciar esa frase. Las gestiones entre nebulosas y tenebrosas en Mallorca fueron infinitas, pero la más reveladora ocurrió en julio de 1999. En el estreno del primer Pacto de Progreso, el president Francesc Antich tuvo que adelantar su toma de posesión para acudir con el rango correspondiente a recibir a los Reyes a la base aérea de Son Sant Joan. De lo contrario, le hubiera correspondido ese honor al saliente Jaume Matas. El socialista acudía al compromiso tan nervioso como cada vez que traspasaba los confines de Algaida.

Siempre fue huidizo ante los actos protocolarios (Gorbachev antes de visitar una exposición artística en la Lonja: "Yo no entiendo de arte". Réplica de su aliviado anfitrión Antich: "Yo tampoco"). Juan Carlos I se lo ganó al primer agarrón de su brazo. Tras bromear sobre los debutantes y sin mediar otras introducciones, el Jefe de Estado fuerza un aparte en el aeropuerto:

—Oye, president, ¿cómo está ese proyecto del campo de golf que mis amigos tienen en Ibiza?

A un político al que nunca había visto. Así se pronunciaba habitualmente. Por tanto, nadie puede afirmar en Mallorca que se ha visto sorprendido por las comisiones en Suiza. El golf no fue aprobado, Antich comentó tras el despacho de ese agosto en La Zarzuela que el Rey estaba muy preocupado "por el medio ambiente".

Juan Carlos I no hubiera sobrevivido cuarenta años sin sus excepcionales cualidades de bonhomía. No desaprovechaba un negocio, pero nadie le igualaba a la hora de concitar simpatías. Diez años después del primer encuentro, Antich era presidente por segunda vez cuando ETA eligió Palmanova para su último atentado mortal, en las personas de dos guardias civiles. El doble asesinato en julio no alteró el calendario veraniego de los Reyes, que desembarcaban en la base el primer día de agosto. Le preguntan al Jefe de Estado si se siente seguro en Mallorca. No titubea:

—Me siento encantado y segurísimo.

Según sentencia estuvo en la diana de un rifle de mira telescópica etarra en Portopí, pero probablemente se trate de una fabulación que a todos los participantes complacía. Y Juan Carlos I también materializaba en Mallorca sus dificultades expresivas, al señalar que a los terroristas "seguiremos dándoles en la cabeza". Curiosa imagen a cargo de un estadista.

No necesitaba la palabra para ejercer su carisma, su fuerte eran los ardides en el trono. Por ejemplo, sus dilatadas revisiones médicas periódicas en una clínica palmesana, cuando en realidad entraba por la puerta principal, burlaba así al grueso de su escolta y salía por la puerta de atrás para encontrarse con alguien. Ida y vuelta, médicos en el secreto. Prefiere los abrazos a las palabras. Cuando el grupo crece, busca entre los congregados al elegido para el amable estrujamiento. Es una forma de distinguir a un individuo en particular, y de despertar entre los otros asistentes el espíritu de emulación que Thorsten Veblen consideraba esencial en sociedad. El agarrón a un brazo y el estrechamiento a dos extremidades, que en Palma le he visto ejecutar con Félix Pons y Camilo Cela Conde para envidia de los postergados.

Pese a la preferencia gestual, en ocasiones no le quedaba más remedio que hablar. Por ejemplo, en la cena anual de gala con las autoridades locales. Maximiliano Morales presidió el Parlament por UM durante el primer Pacto, y recordaba asombrado la energía despectiva exhibida por Juan Carlos I en ese acto oficial:

—Yo estaba sentado en la mesa del Rey, y de repente suelta muy enfadado, "¿no os parece que este Baltasar Garzón tiene muchas ganas de protagonismo, y que siempre toma decisiones contra ETA que le corresponden al Gobierno de Aznar?".

Este ataque de adolescente enrabietado tiene la explicación más sencilla imaginable. En el cambio de milenio, Juan Carlos I y Garzón eran dos candidatos acreditados al Nobel de la Paz, y al monarca le molestaba verse adelantado por las medidas del magistrado de la Audiencia Nacional. Quién podría imaginar en el cénit de sus poderes respectivos que ambos serían violentamente desalojados de sus cargos antes de lo que deseaban. Y que ambos también desembocarían en el Tribunal Supremo.

Solo ha habido un español más carismático que el Rey en el cuerpo a cuerpo, y se trata por supuesto de Adolfo Suárez, otro mallorquín de adopción. El primer presidente de la transición no te prestaba su atención, te entregaba su existencia entera, era irresistible. La imagen más poderosa en las fiestas del verano mallorquín muestra al fundador de UCD y a Mario Conde caminando juntos, con la camisa arremangada por debajo del codo. Otro residente en Pollença que acabó en el Supremo, y que también pensó que podía superar en carisma a Juan Carlos I. En una calurosa mañana agosteña, el presidente de Banesto convoca a la prensa en su nuevo velero de competición amarrado en Puerto Portals.

Los informadores se apiñan para atender a la doctrina del engatusador de serpientes, demasiado consciente de su personalidad arrebatadora. De repente, alguien grita:

—Ha llegado el Rey en el Fortuna.

La prensa salió en tropel, dejando a solas a un Mario Conde que captó así el orden jerárquico. Era difícil encontrar a un solo periodista que no estuviera rendido a Juan Carlos I. No todo el mundo sabe que en privado les temía, su condescendencia era una inversión ejecutada sin degradarse. A falta de oratoria, desplegaba la llaneza, sabía que los informadores eran sus intermediarios imprescindibles. Seducía con mayor interés a los fotógrafos, consciente de que su fuerza se nucleaba alrededor de la imagen. No omitía un gesto concreto hacia los veteranos, pero con el Rey no había saludos ni presentaciones. Entraba en materia directamente, a menudo con una franqueza superior a la que hubieran deseado sus subordinados palaciegos. Se sentía inexpugnable. Ante la elevada concentración de prensa suscitada por su segundo asalto contra Hugo Chávez en Marivent tras el "¿Por qué no te callas?" trasatlántico, bromea:

—Hoy habéis venido muchos.

Y a continuación se abraza largamente con el venezolano que contaba en su séquito a un tal Nicolás Maduro. El monarca podía sorprenderte sin avisar con las propuestas más sonrojantes. En la sala de autoridades del aeropuerto:

—Fíjate, saliendo del coche me he manchado los pantalones y ahora tengo la recepción. Qué desastre, ¿a quién se le ocurre ponerse pantalones blancos?

No sabes si es una consulta de tintorería, la superficialidad radical o la vida de un hombre que deposita su biografía en su entorno, un disléxico reacio a la lectura y la escritura.

Juan Carlos no necesitaba manifestarse verbalmente en Mallorca, le bastaba con exponerse. Si querías una conversación enjundiosa con un Borbón, tenías que llamar a la puerta de la desprejuiciada Doña Pilar, el Rey le retiró la palabra al alcalde Joan Fageda por haber derribado el chalé de su hermana mayor. En otra mañana de Puerto Portals, el Rey se halla en el Fortuna y, unos metros más allá, Florentino Pérez se aburre como de costumbre en el Pitina. El presidente madridista exhibe de repente su teléfono móvil a los periodistas, como un mago a punto de efectuar el truco que le consagrará. Nada por aquí, nada por allá, y el empresario marca un número determinado. En el yate real, el monarca experimenta un pequeño sobresalto, hurga en el bolsillo de sus pantalones, saca su móvil y comprueba que se trata de su amigo. El presidente madridista señala triunfal su aparato a la concurrencia, solo le faltó ensayar una reverencia para agradecer los aplausos de reconocimiento.

Pese a la confianza absoluta de Juan Carlos I en que su conducta no sufriría reproche alguno, a veces abdicaba del escapismo para ahondar en la exigencia hacia su entorno. No siempre se aclara lo suficiente que el Príncipe Felipe era de mamá, la Infanta Cristina mucho más ambiciosa de lo que parece era de papá, y la Infanta Elena no tenía quien le quisiera. Por eso tiene mucho mérito que Jaime de Marichalar desbordara los límites de su condición de antiguo yerno, para apoyar a su suegro en apuros. En especial después del interrogatorio de tercer grado a que fue sometido tras heredar un piso no demasiado aparatoso en Madrid. El Jefe de Estado lo apretó sobre el origen de la vivienda interminablemente, una exigencia que nunca tendría con su hija favorita. De hecho, la única funcionaria honesta del caso Infanta interrumpió los pagos a la trama de Nóos en Valencia, y la llamada para reclamar los fondos supuestamente adeudados al yernísimo procedía de La Zarzuela.

Juan Carlos I no necesitaba dominar la oratoria, siempre conseguía que los demás intercedieran por él y se expresaran en su nombre. Así ocurrió con otro de los personajes que le han defendido en su hundimiento y que puede disputarle el carisma, Felipe González. El presidente del Gobierno favorito del anterior Jefe del Estado abandona Marivent después de una audiencia. Previamente, el antiguo Fortuna se averió en Sóller, y se había tenido que remolcarlo con Lady Di y Carlos de Inglaterra a bordo. (Quien se mostraba solícito con la princesa del pueblo en Mallorca no era el anfitrión sino Constantino de Grecia, mientras el Príncipe de Gales pintaba acuarelas por la Tramuntana como antaño Winston Churchill). En fin, que el líder socialista desciende la escalinata del palacio palmesano y proclama oracular a los congregados:

—El Rey necesita un yate nuevo.

Y se hizo.