Todo empezó con un murmullo lejano. Yo estaba en la calle, volviendo a casa con una botella de leche. Hacía calor y me preocupaba que la leche se calentara demasiado, el cristal ya no estaba fresco como cuando había salido del supermercado, y doblé una esquina, ya casi estaba al lado de casa, y entonces aquel murmullo subió calle arriba como cuando pasa el metro y la acera vibra, pero no se detuvo en los pies, sino que se alzó como el ronquido de un gigante dormido y descendió como un montón de piedras rodando por la ladera de una montaña; y una persona me adelantó corriendo, y luego otra y otra; gritaban, se perseguían, miraban hacia atrás, y yo también miré hacia atrás y no sé qué vi, una muchedumbre que corría y gritaba, y también eché a correr agarrada a la botella de cristal, pasé de largo el portal de casa y continué corriendo, y seguí barrio arriba, hasta que las calles se hicieron más anchas y más llenas de verde. Los árboles se torcían bajo el peso de las personas que se les habían encaramado.

Y yo corría, corría. Yo, que nunca había soportado el sudor, el peso de las piernas, las mejillas sonrojadas. Era una gota en un océano de manos y piernas, nos movíamos como si fuéramos una única persona que huía, y en aquella mente y aquel cuerpo compartidos solo había un pensamiento propio, tienes que llegar, y las piernas me llevaron avenida arriba, entre los árboles con gente como fruta madura y cuerpos desmayados en el suelo y coches con las puertas abiertas esperando inútilmente delante de los semáforos, hasta que encontré el edificio de Samuel y me separé de la muchedumbre y empujé la puerta, estaba cerrada, y golpeé el cristal y la placa de interfonos con los puños hasta que la puerta se abrió y volvió a cerrarse con un sonido como el de una alarma. Caí en el suelo con la botella de leche abrazada, la única cosa que sentía eran mi respiración entrecortada y el murmullo de la gente que corría detrás del cristal, como un banco de peces, los ojos igual de abiertos.

—¿Quién le ha abierto?

Me levanté del suelo y me giré. La portera del edificio, que llevaba uniforme y una cola de caballo, nos miraba ahora a mí, ahora a la multitud que corría por la calle.

—Vengo a ver a mi hermano.

—No podré dejarla pasar si no me dice cómo se llama.

Se lo dije. La mujer suspiró, aliviada, y apuntó mi nombre con letra pulcra en una libreta mientras se disculpaba; no me había visto nunca en el edificio, y a veces la gente intentaba colarse para poner publicidad en los buzones o para vender tonterías, y los vecinos se quejaban. Otra vez miró hacia fuera. Se sentían sirenas lejanas, pero la calle ya estaba desierta. Comenzaba a oscurecer y aún no habían encendido las farolas. El cielo estaba de color rosa y había una nube deshilachada como una camisa rota.

—De repente todo el mundo se ha echado a correr€ —la portera cerró la libreta y la guardó en un cajón—. Ha parado tan de golpe como ha empezado. ¿Qué ha pasado? ¿Una manifestación?

Una tormenta de gente.

—No lo sé.

En la calle sonaron unos chasquidos dispersos como cohetes. Las piernas me temblaban. Tenía frío y la botella de leche me pesaba. Hacía más de siete años desde la última vez que había estado en aquel vestíbulo. Fue unos días antes de reencontrarme con Xavier en aquella fiesta. Samuel acababa de mudarse al ático y yo lo ayudé con las cajas, aunque no le hacía falta, porque había contratado una empresa de mudanzas. Miramos cómo los trabajadores lo descargaban todo y subían las cajas más pequeñas por el ascensor y los muebles más grandes por fuera con una máquina enorme, una especie de grúa que subía los doce pisos del edificio sin esfuerzo. Tomamos unas cervezas en el sofá blanco al lado del ascensor mientras charlábamos y bromeábamos que en su antiguo vestíbulo solo había buzones oxidados y cucarachas. Seguro que en aquel sofá no había vuelto a sentarse nadie, aún estaba igual de inmaculado, como nieve que acababa de caer. Me acerqué al ascensor.

—Hace rato que no funciona —me avisó la portera desde la otra punta del vestíbulo. —He llamado a los bomberos, alguien se ha quedado atrapado. Deben de estar a punto de llegar. Quizá cuando se vaya ya podrá usarlo. Las escaleras están a la derecha.

—Gracias.

A la derecha había una puerta metálica con dos jarrones de rosas de tela a cada lado que destacaban contra las baldosas de mármol blanco y dorado del vestíbulo y, tras la puerta, una brisa fría que olía a cerrado. Comencé a subir las escaleras del edificio sin hacer ruido, como si fuera un fantasma.