De François Mitterrand a Juan Carlos I, pasando por François Hollande o Bill Clinton, los jefes de Estado acuden a sus citas románticas con la escolta policial pertinente. Y en el caso del presidente estadounidense, con el aliciente de que los miembros del servicio secreto lo cuentan después. Pueden imaginar el estado de ánimo del Guardia Civil de servicio en la casa de Andratx donde se encontraban el anterior Rey de España y Marta Gayá Hernández. El joven no solo cumplía un extraño servicio sabiendo lo que ocurría ahí dentro, sino que su trabajo de vigía coincidía con el parto de su esposa. Sería redundante singularizar este encuentro regio, si no fuera porque la mujer del guardia recibió al día siguiente en la clínica un estupendo ramo de flores enviado por el monarca.

A propósito, estas labores de vigilancia eran menos arduas que transportar en un jeep de la Guardia Civil a las mujeres que debían asistir a las juergas de Luis Roldán en un hotel del Paseo Marítimo. Existe documentación gráfica de aquellas felices bacanales con el entonces director y saqueador del cuerpo, mientras que jefes hasta el rango de teniente coronel debían velar personalmente por asegurar el perímetro en los pasillos del establecimiento hotelero.

Bajo su apariencia de un modigliani especialmente bronceado, Marta Gayá es una de las mujeres más listas de Mallorca. Tal vez mi parcialidad a su favor se deba a que se trata de una cronista social insuperable por inmisericorde. En la disección o descalificación radical de la novia de un amigo común, que retrataba a la perfección a la afectada:

—Es brutinyosa.

Una definición que al menos le ganará el aprecio de los catalanistas por su precisión verbal.

Otra noche nos había tocado cenar en compañía de mujeres superlativas. Diandra Luker exDouglas, Rosario Nadal y Cristina Macaya en mi caso bajo la mirada presidencial de David Stein, nada menos que Claudia Schiffer en la mesa de Gayá. La mejor amiga de Juan Carlos I se me acercó tras el ágape, y supe que iba a disfrutar de la descripción exacta de la modelo, acompañada aquella noche por su novio Tim Jeffries, un playboy que inventó los selfies al inmortalizarse besando a la maniquí con veinte años de antelación sobre la fiebre autofotográfica actual. Marta Gayá empezó por dirigirme ese gesto que los mallorquines se reservan para descartar a alguien ahorrándose las palabras, y a continuación llegó su sentencia de la esquelética Schiffer:

—No ha probado ni un plato. Dice que solo come un día de cada dos, y por lo visto hoy no tocaba.

Tampoco tocaba decir nada inteligente.

Desde entonces, Claudia Schiffer se me aparece atravesada por un puñal en cada fotografía. La exactitud del comentario se refuerza al recordar que, en aquella misma cena, un compañero de internado suizo del Rey llamado Zourab Tchokotoua escoltaba a Gudrun Schiffer, madre y vigilante perpetua de la maniquí, con una pasión inédita en un pseudopríncipe georgiano que tendía hacia lo vegetal.

Marta Gayá no hablaba del Rey, punto. Nunca le he visto violar ese código, ni tampoco suelen infringirlo las personas que eligió como confidentes, y basta imaginar cuánto valdría su presencia en un plató televisivo. En cuanto se aproximaba la estación estival, su gran amigo Andrés Ferret llegaba a la redacción recién salido del mar y esbozaba un oracular "este año han enviado a Marta a la India", un distanciamiento social para evitar la colisión de trenes con la fenomenal Sofía de Grecia. Por supuesto, el editorialista de este diario se hubiera cortado la lengua antes de publicarlo. La simulación o disimulo de la diseñadora de interiores ahora septuagenaria llegaba al extremo de que una noche me encontraba junto a Marta Gayá y la segunda mujer mallorquina más próxima a Don Juan Carlos, y de repente me preguntó con cautivadora ingenuidad:

—¿Qué sabes de Felipe de Borbón?, ¿cómo está?

Dicho por quien podría escribir una enciclopedia sobre el primogénito varón de quien su padre nunca estuvo excesivamente orgulloso, aparte de haberlo situado hoy al borde del precipicio.

La obligatoriedad de incluir a Marta Gayá en los perfiles de Juan Carlos I tiene una fecha y lugar concretos. Junio de 1990, el Beach Club del Casino en la urbanización Sol de Mallorca que el inevitable Tchokotoua vendió en lotes a la aristocracia kuwaití de los Al Sabah. La llegada a esta inexorabilidad biográfica requiere un preámbulo. El Rey español y otro compañero vitalista de internado suizo, en este caso el Karim Aga Khan IV que desciende directamente de Mahoma, organizaron en Mallorca una regata de maxiyates a motor. Era una excusa como otra cualquiera para alejarse de sus respectivas esposas y disponer de tiempo para solazarse en compañía. Entre los promotores de la empresa náutica figuraba Alberto de Mónaco, que no pudo desplazarse a la isla porque se lo impide la exclusiva contractual con los promotores de su principado de opereta.

Ya podemos regresar sobre seguro a junio de 1990, cena de entrega de premios de la fantasmagórica regata que encima ganaba con su yate Shergar el propio Aga Khan, más adelante protector en Ginebra de Cristina de Borbón. Reyes, príncipes aristócratas y magnates han tomado asiento en la terraza del Casino. Incluso se ha aposentado Juan Carlos de Borbón, pero la cena no comienza. Hasta que hace su entrada una resplandeciente Marta Gayá, 41 años. No se atrevieron a colocarla en la mesa del Rey sin Reina presente, pero sí en un lugar de honor adyacente. A nadie se le escapó el sobreentendido de la coronación de la mallorquina. A partir de aquel día, los periodistas se vieron enfrentados al mismo dilema planteado por las fotos de Marta Chávarri en Interviú, que frustraron la mayor fusión bancaria de la historia. A saber, ¿cómo hablar a partir de ahora del monarca sin tomar en consideración a la mallorquina? La cena arrastró consecuencias que se proyectan hasta hoy mismo.

Todo el mundo recuerda qué hacía el día en que Sofía de Grecia se tomó cumplida venganza de la exhibición extramarital de su esposo, auxiliada por el siempre admirable Sabino Fernández Campo.

Aquella mañana aterrizó en las redacciones un comunicado de la Casa del Rey, en que se anunciaba que Marivent compartiría a partir del año siguiente las vacaciones veraniegas de la Familia Real con el palacio cántabro de Sobrellano, construido por el marqués de Comillas y negrero Antonio López y López. En tiempos previos a internet, hubo que esforzarse para encontrar imágenes de una residencia que, con todos los respetos para la patria de Miguel Ángel Revilla, destacaba por sus ribetes lóbregos en comparación con el litoral mediterráneo. Estaba claro que la Reina quería confinar a su esposo para aislarlo de sus "amistades peligrosas mallorquinas", otra vez Sabino.

Pues bien, el mismo día del anuncio pero en horario vespertino, un segundo comunicado de La Zarzuela desmentía rotundamente al anterior. En menos de doce horas, Marivent recuperaba la exclusividad de las vacaciones regias. Cabe imaginar a un Juan Carlos I montado en cólera, blasfemando y anulando su auto de prisión, quién manda aquí. Sofía de Grecia y Sabino Fernández Campo pagaron cara su osadía de embridar al monarca pasional, pero solo hemos podido interrogar sobre el particular al segundo de ellos:

—¿Hubo una operación en su contra?

—Tengo esa impresión. Yo era un impedimento, porque decía la verdad. Se urdió una trama para sacarme de la Casa. La verdad se le debe decir al Rey, con prudencia y sutileza. Siempre que sea necesario, y sin amargarle continuamente la vida. El respeto no tiene nada que ver con la adulación.

La crueldad en el desalojo del Jefe de la Casa del Rey y Conde de Latores tiene pocos precedentes. El Rey convoca una cena en La Zarzuela con su esposa y Fernández Campo. De repente le suelta a la Reina:

—Ya sabes que Sabino nos deja.

Y el que no sabía nada era Sabino.

Para conocer al Rey como galán, pregunté a la mujer más inteligente y bella de la transición, Carmen Díez de Rivera. Solo ella podía elegirte, y entonces te ponías a sus órdenes. Fue el puente entre Juan Carlos I y Adolfo Suárez que cimentó la democracia. Ambos estaban enamorados de ella, es casi una obviedad. Sin embargo, siempre me destacó su predilección hacia el presidente del Gobierno, "a quien llamábamos monseñor", por lo menos "hasta que lo escuché, horrorizada, contándome que Mario Conde le había ayudado mucho". Con todos los respetos, despachaba a un monarca al que nunca se tomó demasiado en serio como un moscón o sobón, en aquella lengua sin cortapisas que provocaba escalofríos hasta a Felipe González. El Rey tenía una propensión a los abrazos, que siempre provocan malentendidos.

He escuchado las palabras "Marta ya no lo es" más veces que "Mallorca es de derechas", con idéntica fiabilidad en ambos casos. Sin incumplir el pacto tácito sobre la monarquía, nos metíamos con el camión contenedor perennemente aparcado frente a la dársena de Can Barbarà en pleno invierno, con todos los rasgos de un centro de operaciones y sin ninguna otra razón para su estacionamiento. Para los periodistas, Marta Gayá era la hermana de Victoria Gayá, aquella central nuclear que llevaba por sí sola la comunicación del Govern de Gabriel Cañellas, con mayor efectividad que la suma de las decenas de jefes de propaganda actuales. Un día me preguntó, "¿pero esto tiene interés para publicarlo?", un interrogante que me persigue desde entonces.

Las anécdotas sobre la aclimatación de estancias íntimas para que Juan Carlos de Borbón se sintiera a gusto carecen de valor, frente a la única mención de la mallorquina en referencia a la intrusa Corinna Wittgenstein:

—Esta ha sido más lista que yo.

En fin, el millón obtenido presuntamente por Marta Gayá en Suiza no es despreciable, aunque para ello tuviera que sufrir las cartas de pago humillantes de Arturo Fasana, presentándola como una mujer necesitada de 68 años, pese a que solo tenía 62. En fin, la humanidad de la amiga del Rey se traduce en su gesto para acoger a Martín Gual en Suiza, en los últimos días del empresario de Sa Nostra. Todo el mundo conoce a varias amigas entrañables de Juan Carlos I, pero esta mallorquina será la mujer presente en su recuerdo en el instante decisivo. El amor auténtico golpea una sola vez y es para siempre, el problema consiste en identificarlo a tiempo. Sabino Fernández Campo evitó que su jefe abandonara a la esposa legal para entregarse a la mujer que amaba, lo cual demuestra el poder de persuasión superlativo que aquel militar pagó con su cargo. Se lo pude preguntar con doble sentido:

—Su salida de La Zarzuela fue como un divorcio.

—Son cosas difíciles, me pude haber ido de otra manera. El Rey sabe sacrificar a las personas que no le son útiles. No es despiadado, es un mérito suyo.