Un centenar de abrevaderos prueban que en una granja que hoy se cae a pedazos en Aitona (Segrià) antes vivía un ganado. Ahora son unos 20 temporeros los que habitan este insalubre lugar. Como ellos, cientos de hombres han aterrizado en Lleida y los pueblos de su alrededor en los últimos meses para trabajar en la cosecha de la fruta. Las granjas abandonadas son uno de los cobijos. Otros duermen amontonados en pisos, garajes o, directamente, tendidos en la calle.

Hace décadas que las administraciones miran de reojo este drama campaña tras campaña. Pero este año, la pandemia mundial del coronavirus ha extremado la miseria de los temporeros a la par que el miedo a los contagios. Algunos de ellos rehúyen los radares sanitarios de la administración porque temen perder el trabajo. Los cientos que lo buscan no tienen dónde ir ni qué comer, y viven en condiciones más que insalubres. "Nos tratan peor que a los animales, se han olvidado de que somos personas", responde aflijido Toufik, uno de los ocupantes de la granja de Aitona. Y, mientras tanto, los rebrotes en la provincia no dejan de crecer: el Segrià acumula siete de los nueve que vive actualmente Cataluña.

Hace 10 años que emigró de Marruecos y se plantó en España. Antes de la pandemia, vivía en el País Vasco. No tenía papeles, pero trabajaba de cocinero y parte del sueldo lo mandaba a su familia. "Llegó el coronavirus y me quedé sin nada", explica Alí. Los empresarios agrarios de Lleida, al ver que los extranjeros no podrían cruzar la frontera, hicieron un llamamiento de trabajadores para la campaña de la fruta.

La voz corrió y Alí, que nunca había trabajado en el campo, no lo dudó ni un segundo. "Llevo 43 días en este infierno", resume hoy. Malvive en esta granja abandonada en las afueras de Aitona, sin luz, ni agua corriente y donde los mosquitos y el hedor se cuelan en cualquier espacio. Ni cerezos, ni nectarina, ni melocotón. Alí no ha recogido nada de nada. "No hay trabajo para todos, me paso el día dando vueltas por el pueblo a ver si hay suerte", justifica. En este infierno se ha quedado sin ahorros y ha terminado malviviendo en la indigencia. "A veces nos dan comida los vecinos, otros días solo bebemos agua", cuenta. "Nunca imaginaba terminar así, y lo grave es que el ayuntamiento y los vecinos lo saben, pero nadie va a mover un dedo por nosotros", cuenta el chico.

Telas y colchones sucios

Alí comparte su historia junto a Toufik y Abdel, dos argelinos que también ocupan la nave. Un brasero, un par de ollas sucias y vacías, y un trozo de pan seco es lo poco que tienen para cenar. Su alcoba son telas y colchones sucios tirados y amontonados. Los tres están atrapados aquí dentro. "Tampoco tenemos dinero para volver a casa", se queja.

¿Y el virus? ¿Tenéis miedo a contagiaros? "Mira dónde vivimos, ¿tú crees que este es un sitio higiénico? Si no tengo para comer, ¿cómo voy a comprar una masacarilla? Lo único que queremos es trabajar, honradamente. Y, si me infecto o me tengo que confinar, no podré trabajar", se sincera Toufik. "Pues hay sitios peores donde dormir, aquí en el medio del pueblo hay un garaje donde duermen 70 personas, como si fueran una lata de sardinas, y te hacen pagar 100 euros", relata Abdel, que sí que logró trabajar algunos días en la campaña. ¿Al menos aquellos días tu empleador sí te dio una vivienda? "No, a nadie le importa dónde duermes, aquí solo importa la fruta".

Una afirmación que, media hora más tarde, corrobora Omar, el mayor del grupo. Acaba de llegar de trabajar. Durante este mes y medio no ha dejado de recoger fruta en los campos de Aitona, Soses o Torres de Segre, bajo un sol abrasador y soportando los mosquitos. "Mira dónde vivimos, no le importamos a nadie", señala.

Salah Diop, Idrissa, Kabir, Magan Keita, Moussa, Mor Talla, Bado, Falu Turé, Driss, Ali y cientos de nombres más repiten la misma historia. Nacidos en Gambia, Camerún, Mali, Marruecos o Guinea Conackry vinieron a España hace años jugándose la vida en alta mar para comer y mandar dinero a sus padres, hermanos, mujeres o hijos en África. Antes de la pandemia sobrevivían vendiendo en el 'top manta' en la costa mediterránea, recogiendo hortalizas u oliva en Huelva y Jaén, revendiendo chatarra en la ciudad o jugándose la vida en la construcción sin seguro ni contrato. Dormían en chabolas o hacinados en pisos.

Otros trabajaban con contratos eventuales que, tras la pandemia se han roto. La precaria era su antigua normalidad. Ahora, han acabado en el Segrià para "buscarse la vida" y salir a flote. Se concentran de madrugada en Alcarràs, Lleida, Aitona o decenas de pueblos más, para ser trasladados al campo y trabajar. Los que lo consiguen, por el tarde, vuelven a la zona urbana a dormir. Muchos se tienen que costear el transporte y también la comida. Hay quien también paga por usar permisos de trabajo ajenos. Y el alojamiento está bastante lejos de ser un espacio seguro.

Más temporeros, menos viviendas

"El número de personas que han venido a buscar trabajo en el campo se ha multiplicado, pero a la vez hay menos espacios donde alojarlos. Esta pandemia ha puesto de manifiesto algo que venimos denunciando desde hace más de 10 años", señala Roger Torres, párroco y presidente de Arrels-Sant Ignasi.

En los pueblos, los albergues de personas sin hogar que acogían algunos de los temporeros sin vivienda se han reemplazado para confinar enfermos del coronavirus o sus contactos. Además, algunos vecinos tienen miedo de alojarles en sus pisos por el virus. En la capital, Torres abrió la parroquia ya a inicios de mayo para dar cobijo a algunos de los cientos de temporeros que dormían en la calle de Lleida. A principios de junio el ayuntamiento montó tres polideportivos para acogerlos.

Hay 300 hamacas de tela que les intentan dan reposo, y les garantizan un desayuno y una cena. El medio centenar que duerme en la calle, o los que lo hacen en pisos patera de la capital, si tienen suerte, consiguen una comida al día. "Yo recojo algo de la basura y vendo chatarra para comer", cuenta Magan Keita, uno de los sinhogar de la ciudad.

"Les estamos perdiendo el rastro"

Mientras tanto, médicos y enfermeros ven con preocupación cómo el número de infectados por el virus no deja de crecer en la zona. "El problema que tenemos es que muchas personas no quieren hacerse el test, y los que sí lo hacen y dan positivo no quieren facilitar los contactos o dan móviles falsos para esquivar el seguimiento. A muchos les estamos perdiendo el rastro", explica una fuente sanitaria del centro de la capital de Ponent. Hay algunos médicos que han visitado los pisos donde viven los temporeros en la capital.

Relatan auténticas barbaridades: entre 10 y 20 personas conviviendo en un mismo espacio abarrotado. ¿Se contagian en el campo o en casa? La plataforma Fruita amb Justícia Social ha denunciado que hay payeses y cooperativas que no dotan a los temporeros de las medidas necesarias para protegerse del virus. "El problema está en que si se confinan solo salen perdiendo: se quedan sin trabajo y tampoco pueden acceder a ninguna ayuda. Ni nosotros ni la policía los podemos obligar a confinarse", relatan desde la atención primaria leridana.

"Hay que dejar claro que hay payeses que hacen las cosas bien hechas" aclara Gemma Casal, miembro de Fruita amb Justícia Social. Esta plataforma lleva seis años denunciando la "grave vulneración de derechos humanos" en la que viven los temporeros en Lleida, y el hecho que muchas empresas y payeses no garanticen el alojamiento de sus trabajadores. "Al final el problema reside en la ley de extrangería, y en este modelo agrario intensivo, que maximiza los beneficios en pocas manos, deja atrás los pequeños payeses, los productos de proximidad, y se olvida de de los más vulnerables", se queja. El negocio sigue. Y los temporeros, otro día más, vuelven a reunirse en las plazas de los pueblos, buscando una oportunidad a la que agarrase, para salir de la miseria.