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Hielo

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Durante años hemos tenido que padecer las consecuencias de una postura negacionista por parte de los poderes políticos respecto del proceso de cambio acelerado del clima en el que estamos metidos, con buena parte de la culpa en manos humanas, desde que se produjo la revolución industrial. En vez de hacer caso a las voces de advertencia que llegaban desde el mundo de la investigación, algunos de los principales estadistas se enrocaban en su convicción de que el planeta no se estaba calentando, ya sea basándose en sus intuiciones, en lo que les decían sus primos y cuñados o en que cada vez aparecen más tormentas de frío y nieve como la que acaba de padecer el noroeste de los Estados Unidos. Se apunta, por fin, que después de tanta cerrazón ni siquiera los presidentes más ignorantes de todos se atreven a negar el calentamiento global, al menos en público. El paso siguiente a dar es conseguir que las políticas gubernamentales destinadas a minimizar el peso de la actividad industrial en el cambio climático se basen en datos científicos contrastados.

La revista Nature ha dedicado la portada de uno de sus últimos números a la influencia que tiene el deshielo en la circulación del agua de los mares y, de manera consecuente, en la subida del nivel de los océanos. El artículo publicado por Nicholas Golledge, investigador del Antartic Research Centre en la Victoria University (Wellington, Nueva Zelanda), y sus colaboradores pone de manifiesto que los compromisos gubernamentales aprobados tienen como objetivo limitar a fines de siglo el calentamiento de la superficie del planeta a un máximo de entre tres y cuatro grados por encima de los niveles preindustriales. Semejantes acuerdos, como se sabe, están lejos de cumplirse pero, como apuntan Golledge y colaboradores, en tales compromisos no se tuvo en cuenta el impacto que tendría un calentamiento así en la capa de hielo de Groenlandia y de la Antártida. Los cálculos realizados por Golledge y colaboradores, basadas en las mediciones hechas desde los satélites de los cambios actuales de las masas de hielo, indican que al fundirse los hielos groenlandeses se producirá una desaceleración de la circulación de las aguas del Atlántico que, a su vez, mantendrá aguas calientes por debajo de los hielos de la Antártida contribuyendo a la pérdida del casquete polar meridional. Tamsin Edwards y colaboradores, en el mismo número de la revista, ponen de manifiesto que el impacto del deshielo de la Antártida en el nivel de las aguas oceánicas puede no ser tan catastrófico como a veces predicen los cálculos actuales (más de un metro). Los autores sostienen que es probable que esa cifra deba bajarse a la mitad pero, en cualquier caso, se necesitan estudios más precisos acerca del fenómeno del colapso de las plataformas de hielo costeras de la Antártida que se produce al fundirse su superficie. Al menos, cabe desear que los compromisos políticos sigan los modelos de cambio climático más fiables.

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