Hace poco más de una semana habrías cumplido 60 años. La riada de Sant Llorenç des Cardassar (Mallorca) días pasados ha despertado en mí muchas emociones. Me ha transportado a las inundaciones de septiembre de 1962, en Terrassa, que dejaron tanto dolor y muerte. Tú y yo, nuestra familia, estábamos allí.

Recuerdo perfectamente que ese fatídico día tú estabas jugando con Engracita, mamá me había enviado a la carnicería y yo perdí el dinero por el camino. Pasó un carretero y se paró a hablar con Engracia y la mamá, su breve conversación fue premonición del horror. Les dijo: "Ay señoras, no saben dónde están, cada cien años hay una gran desgracia, ¡han edificado en la riera de un río!" El barrio se llamaba Las Arenas. Y siguió su camino. Aquella breve conversación fue la premonición del horror que no tardaría en desencadenarse. Como ya empezaba a llover nos metimos en casa. Así empezó todo.

Angustia, desesperación, crujidos espeluznantes, rayos, truenos, lluvia a mares, papá asomándose por la ventana del comedor, sus gritos€ ¡Berta, Berta coge a la niñas! Abrazos en círculo de los cinco -estaba la abuela Asunción pasando unos días con nosotros- y lloros, lloros silenciosos. De repente mamá nos suelta y empieza a aporrear la pared, al otro lado, otros golpes contestando. Y ahí empieza nuestra odisea: nos dejamos caer desde una ventana hasta el muro del patio que tenía la anchura de un ladrillo, tú en brazos de papá, yo cogida de la mano de mamá, la abuela intentando mantener el equilibrio, andando en plena oscuridad sobresaltada por los relámpagos. Allí nos esperaban los vecinos para ayudarnos a entrar en su casa.

Con el miedo atenazándonos pero con la desesperación por vivir, escapábamos de la tragedia buscando algún sitio seguro entre tanta devastación torrencial.

Esta operación se repitió no sé cuantas veces. Pasábamos de una vivienda a otra, viendo como la que dejábamos atrás se derrumbaba por la fuerza del agua y así hasta llegar al único punto firme en aquel océano. Los supervivientes que habían logrado llegar a aquella plataforma -no había paredes, se veía aquel mar de agua por todos los lados- rezaban mientras los hombres echaban cuerdas al inmenso barrizal que engullía a las personas a las que era imposible salvar.

Me perdí los seis meses siguientes porque me enviaron a Jaén con los titos y la abuela Concha. Cuando volví ya estabais instalados en las Casas de Madera. Fueron tiempos felices después de todo. Habíamos sobrevivido: la familia estaba al completo, nuestros padres habían conseguido dos viviendas, una como casa y la otra para tienda. Trabajaban mucho, era el único colmado para toda la zona de damnificados. Mamá y papá trabajaban codo con codo, cuando uno iba al mercado para reponer mercancía, el otro se quedaba en la tienda y así se iban turnando. No paraban.

Mamá siempre cuenta que un día apareció en la autoescuela con un zapato y una zapatilla, y que todos fueron muy caballerosos haciendo como que no se habían dado cuenta... En aquella época debía ser de las pocas mujeres que se sacaban el carnet de conducir, ¡y a la primera!

Y nuestras pequeñas tretas para ver la tele. Nos hacíamos las dormidas y cuando los papás estaban viendo La familia Monster tú y yo nos tumbábamos en el suelo y por debajo de la cortina también la veíamos, hasta que nos descubrían, y otra vez a la cama.

Los domingos, aquella maravillosa rutina de vestirnos bien guapas y, ¡hala!, a misa las dos juntas. A nuestra vuelta los papás ya estaban arreglados y con nuestra furgo -que nos parecía un Rolls Royce aunque se nos clavara un poco el asiento- preparada para ir a Barcelona a pasear por las Ramblas, o a almorzar a un merendero, o a Castelldefels en verano, con todo lo necesario, como buenos domingueros. ¡Lo pasábamos tan bien!

Estrenamos nuestra nueva vivienda en Sant Llorenç, una pesadilla para ti y para mí porque mamá solo hacía que encerar y encerar el suelo -"no piséis", "ojo que resbala", "no me rayéis la mesa del comedor"- y nosotras a corretear por toda la casa. Y justo cuando empezábamos a ir a clases de sardana€ ¡llega Ibiza!

Os adelantasteis un mes a mí porque me quedé examinándome para el acceso al bachillerato. Me vinisteis a recoger al aeropuerto: yo con mi cola de caballo, mis gafas de sol y mi enorme muñeca. Todos juntos salimos para el puerto y allí la mamá, abriendo los brazos como ofreciendo algo suyo, me dijo "¡mira!": era el azul turquesa más precioso que yo había visto jamás. Y el papá muy solemne me dijo: "Aquí cuando llueve el agua se va al mar, nunca nos volverá a pasar", y quedó atrás y olvidado el miedo.

No sé si te acordarás de lo revoltosa, dicharachera y hasta resabidilla que eras. Solo por oírte, la mamá te decía: "Concha, como se llamaba esto o aquello" y tu muy orgullosa decías "blablablabla" y el papá, remataba: "Hay que ver lo que sabe esta niña, es un pozo sin fondo!

O cuando te sentabas en las escaleras del supermercado y les contabas cuentos a toda la chiquillería del barrio. Ya prometías. Generosa, alegre, inquieta, inteligente, reflexiva.

Esa alegría contagiosa que siempre has tenido, el conocimiento de saber que éramos unas supervivientes, ha hecho que seas perseverante, justa, comprensiva, amiga de tus amigos y leona para su familia. El ejemplo que nos dieron nuestros padres también ha sido fundamental porque ellos, además de luchadores y supervivientes, han sabido que la vida hay que aprovecharla minuto a minuto. Las celebraciones en casa eran constantes: que había algo que celebrar, ¡estupendo! Que había algo por qué penar: reunidos con un buen pollo rustido y una copa de cava, las penas son menos.

En fin, que te echo mucho de menos. Que te quiero tanto que ni siquiera he podido llorarte, bloqueada en la más pura desesperación por la pérdida de mi mitad. Que los momentos que hemos vivido juntas en situaciones límite hemos podido superarlos porque nos teníamos la una a la otra, incondicionales, inseparables.

Te fuiste rodeada de amor: mamá cogiéndote la cabeza, tu hijo hablándote incesantemente y prometiéndote que cuidaría de Berta, ayudándote a marchar tranquila, y yo con tu mano cogida dándote fuerzas para esa última travesía. La vida ha cambiado para todos sin tu presencia y después de estos años de ausencia, hemos aprendido a seguir adelante pero recordándote en todo momento.

Te quiero y sé que tu también a mí, querida hermana.