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Salud

La codicia

La necesidad de reconocimiento o el afán por enriquecerse lastran las carreras de algunos destacados investigadores sanitarios

La codicia

Oigo decir en una conferencia al vicepresidente ejecutivo del Monte Sinaí, el mayor complejo hospitalario de Nueva York, con unos 50.000 empleados, que un riesgo que corre el sistema sanitario es la compra por parte de fondos de inversión de centros sanitarios. Ellos, el Monte Sinaí, son una asociación sin ánimo de lucro, pertenecer a la junta es un honor que se paga con cuantiosas donaciones. Sí pueden tener beneficios, pero deben invertirlos en los servicios. Presumen, con razón, de atender con los mismos medios a pobres y ricos, de completar con sus fondos donde el sistema público no llega. Tienen vocación de servicio y de eso están tan orgullosos como de ser uno de los hospitales más reconocidos del mundo. Pero eso no impide que los profesionales que trabajan allí tengan abultados ingresos, a veces escandalosos. Ingresos que repercuten en el coste de la atención. Porque sufrir un problema de salud en ese país puede llevar a la ruina. Aunque esté cubierto por un seguro. Las excepciones son tantas y los copagos tan altos que pocos bolsillos lo resisten. Es una medicina que puede ser la mejor del mundo, sin duda la más cara. La media de gasto per cápita es de 10.000 dólares, sólo la mitad la cubre el Gobierno. Es decir, de media se gasta cada ciudadano 5.000 dólares al año, tenga en cuenta que muchos apenas lo hacen. Unos pocos tienen un gasto brutal.

Decía Maslow, un sociólogo, que el ser humano se mueve para cubrir las necesidades. Las básicas son las fisiológicas, que compartimos con todos los seres vivos: comer, beber, reproducirse... más allá están las de seguridad, en ella se incluye la salud, también la vivienda y los ingresos. Las necesidades sociales tienen que ver con el sentimiento de pertenencia, los niños lo cubren en la familia, pronto, adolescentes, precisan extenderlo. Para Maslow no basta pertenecer, tenemos necesidad de estima y reconocimiento, alcanzar una reputación, conseguir las metas financieras. Ése era el escalón más alto en su primera pirámide. Más tarde se añadió la autorrealización, la sensación de haber llegado al éxito personal.

Creo que este esquema es muy útil para explicar los escándalos que han salido a la prensa las últimas semanas. El director de un hospital vecino al Monte Sinaí, el Sloane Kettering, de máximo prestigio en cáncer, tuvo que dimitir porque no comunicó en sus trabajos científicos que recibía cuantiosas sumas de dinero de diferentes casas comerciales que se veían favorecidas en esos trabajos. Es el doctor Baselga, experto en la biología del cáncer de mama, cáncer que concentra buena parte de la investigación y para el que se han diseñado tratamientos que tienen un coste casi inasumible. Por su frecuencia y por sus repercusiones sociales, mueve mucho dinero. Y el Dr.

Baselga ha sabido aprovecharse de ello para desarrollar importantes investigaciones y llenar su bolsillo. Su afán desordenado de riqueza y fama lo ha condenado, aunque esperemos que sólo sea un toque de atención y pueda seguir investigando porque nos beneficia a todos. El caso del Dr. Baselga muestra cómo los investigadores han sido tocados por el gusto por la riqueza y ya no se conforman con el saber, tampoco con el reconocimiento. Es lo que le ha ocurrido a otro profesional de esa institución: el jefe de anatomía patológica. Con tres inversores montó una "start up" para, mediante técnicas de big data e inteligencia artificial, ayudar al diagnóstico y caracterización del cáncer. Los datos, el banco de preparaciones de anatomía patológica del Sloan Kettering. Ése es uno de los riesgos que sufrirán los enormes y apetecibles archivos de datos e información de los centros de salud, datos e información que pertenecen a los pacientes y también a los médicos que los han procesado. Venderla se ha convertido en un negocio. Los motivos del Dr. Baselga y el Dr. Klimstra mezclaban fama y dinero. Sólo fama y, sobre todo, influencia movieron al Dr. Welch a cometer una falta que en nuestro país es casi la norma entre ciertos grupos: el plagio. Al Dr. Welch le preocupa el daño que se puede infligir realizando detección precoz de cáncer de mama. Ha dedicado tiempo y recursos a probar que supera los beneficios. La medicina, la tecnología, mal empleada es peligrosa. Hacer bien sólo, únicamente, lo que hay que hacer es el lema. Pero eso es muy difícil. Sobre todo en EE UU, donde necesitan vender. Lo he visto en esos hospitales de prestigio: ofrecen programas y atenciones que sabemos que no arrojan valor. El error del Dr. Welch, que pertenece a la contestación contra el sobre uso sanitario, fue copiar, sin permiso ni reconocimiento, el trabajo de otro. Es cierto que lo modificó, pero la idea no es propia. Él necesitaba prestigio para imponer sus ideas, contra corriente. Y en su afán de reputación cometió un error.

El Dr. Klein, vicepresidente del Monte Sinaí, insinúa que su institución está protegida contra la codicia, la que puede mover a los fondos de inversión. Está ahí y, si hay ocasión, florece.

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