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Salud

Los estrógenos

El uso adecuado de hormonas puede ayudar a las mujeres, pero no como estrategia preventiva

Los estrógenos

Creo que el primer tratamiento para mejorar la calidad de vida en personas sanas fue la terapia con estrógenos en mujeres menopáusicas. Era la década de 1960 del siglo pasado, la medicina había alcanzado un grado alto de sofisticación y a la vez la sociedad desarrollada, merced a una mejor educación, vivienda, condiciones de trabajo, saneamiento y alimentación unidas a las intervenciones preventivas, como la inmunización de los niños, había conseguido que la gente viviera más y mejor. Ya no se estaba dispuesto a soportar los inconvenientes de la edad como un destino inevitable. Si la menopausia ocurre porque se deja de producir estrógenos, basta con tomarlos para evitar sus incómodos síntomas.

Los ginecólogos aconsejaban el tratamiento en virtud del grado de intolerancia de la mujer a la situación, la sequedad de las mucosas y los sofocos como más importantes. Sofocos que se producen por un descontrol del centro que regula la temperatura situado en el cerebro. Pero también, la pérdida de turgencia, la inestabilidad emocional y cambio de carácter.

Efectivamente, dosis moderadas de estrógenos lograban en casi todas las mujeres no sólo revertir los síntomas, además producían un bienestar que ya habían olvidado. Pero pasados unos años empezaron a crecer los casos de cáncer de útero. Hubo una polémica muy interesante porque algunos autores argumentaron que no es que hubiera más, sino que se detectaban más: como consecuencia de los estrógenos sangraban los cánceres durmientes o en estado precoz. Esto obligaba a un legrado y al examinar el tejido se diagnosticaba el caso. Era la primera vez que se ponía de manifiesto el dilema de diagnosticar cánceres sin potencial letal, cánceres que probablemente no hubieran producido enfermedad visible. De todas formas, se demostró con escaso espacio para la duda que tomar estrógenos en la menopausia incrementaba el riesgo de cáncer. Se dejó de dar por esa razón.

Mientras el número de ancianos, sobre todo ancianas, aumentaba. Y apareció una nueva epidemia: fractura de cadera. Y una causa: la osteoporosis; pérdida de calcio en los huesos que se aceleraba en la menopausia. De manera que las mujeres vivían más con huesos menos resistentes. Había que hacer algo, evitar esa descalcificación. La respuesta estaba en los estrógenos. Evitar el cáncer de útero era posible: bastaba añadir un progestágeno que se opone a la acción proliferativa del estrógeno en la matriz.

Aquí el tratamiento ya no se aconsejaba para mejorar la calidad de vida: era para prevenir enfermedad y muerte. Porque en esas ancianas frágiles la fractura de cadera podía traer consecuencias ominosas. Y lo que no se sabía en la década de 1960 es que elevando el denominado colesterol bueno el riesgo coronario desciende, y eso es lo que hacen los estrógenos. Claro, si tenían que combinarse con progestágenos ese beneficio se ponía en duda. El temor de que los estrógenos incrementaran el riesgo de trombosis y de cáncer de mama hizo que parte de la sociedad científica se pusiera bien en contra o en prudente expectación. Al mismo tiempo la investigación seguía buscando métodos para detener la pérdida de hueso e incluso de recuperarla. Se pensó en la calcitonina, la hormona que osifica, pero no es útil en circunstancias normales. El calcio y la vitamina D fueron lógicos objetivos, pero los estudios nunca demostraron que evitara la osteoporosis. La investigación se fijó en que el hueso está en permanente destrucción y reconstrucción: se diseñó un medicamento que evita lo primero. Son los bifosfonatos.

Mientras la nave de la terapia hormonal sustitutoria seguía su curso en medio de esas aguas turbulentas. Con ansiedad se esperaban los resultados de los estudios que certificaran su utilidad y cuantificaran los riesgos a los que se sometía la mujer menopáusica. Cuando por fin se publicaron, lo que muchos temían se confirmó. Lejos de reducir el riesgo cardiovascular, lo incrementa, además de confirmar que también aumenta el de mama. El pago por mantener los huesos jóvenes, y otros tejidos, era demasiado alto. No se puede recomendar una actividad preventiva que produzca tantos daños.

Ahora sabemos mucho más que en la década de 1960 sobre los estrógenos. Si se dan sin progestágenos, sólo en mujeres sin útero, en los primeros años de la menopausia y en las dosis mínimas que ahora se diseñan, reduce el riesgo cardiovascular al coste de un pequeño incremento del cáncer de mama. Y mientras se utilizan, pocos años idealmente, no se pierde hueso, desaparecen los síntomas de la menopausia. Precisamente, una clínica excesiva, que hace que vivir sea un sufrimiento, puede ser una indicación para tratar con estrógenos, incluso con progestágenos si mantiene el útero. En dosis mínimas, vigilando y el menor tiempo posible.

Los estrógenos, como tantas otras substancias que modifican el organismo, eso es lo que se pretende con la medicación, están ahí, son útiles y peligrosos. Su uso adecuado y prudente puede ayudar a algunas mujeres en ese tránsito. Pero no se puede recomendar como una estrategia preventiva: sólo como tratamiento valorando sus riesgos y beneficios.

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