Stephen Hawking es el científico más famoso del mundo sin necesidad de haber ganado un premio Nobel. Quería descifrar el Universo por completo, y no iba por mal camino a falta de unos siglos más de residencia en la tierra. La biología se lo puso difícil al cosmólogo, o poeta de la física. Tenía que haber fallecido medio siglo atrás, según las estadísticas de su enfermedad degenerativa. O hace treinta, según las opiniones en contra de una vida que obliga a renunciar a la mínima autonomía.

Hawking es el contraargumento de Ramón Sampedro. Encarna la libertad del ser humano para ennoblecer las condiciones más adversas, y transformar cada infierno en un paraíso. Recluido mentalmente, el físico inglés nos recuerda que los agujeros negros son las entidades, porque cuesta llamarlos cuerpos o astros, más fascinantes del Universo. Los ilumina.

De hecho, Hawking decreta la muerte de los agujeros negros por radiación de la información que contienen, antes de propiciar uno de esos virajes meridianos que solo tolera la cosmología. El Universo se expande, o se contrae, o permanece invariable según la escuela en boga. El científico eligió la rama donde mejor podía desplegar un sentido del humor brutal dadas sus circunstancias.

Nació trescientos años después de la muerte de Galileo, y ocupó la cátedra de Isaac Newton antes de alcanzar los cuarenta. Nunca se hubiera sometido a la condición de víctima, soslayada con un comportamiento tiránico que su primera esposa calificó de relación sadomasquista. Con Hawking en la contradictoria posición dominante. Su despotismo estaba suavizado por un recurso infinito a la ironía, que lo reduce a malvado o malicioso según la bondad del espectador.

Almacenaba la energía de un agujero negro, estaba condenado a disiparla con una lentitud suprema. Hawking pertenece a la estirpe de los excéntricos glosados por John Stuart Mill, que impiden con su aguijón que la sociedad degenere en rebaño. Nada de lo cual ocuparía hoy a medio mundo de no ser por el libro más comprado y menos leído de la historia. Se tituló Una breve historia del tiempo salvo en castellano, donde fue agrandado a un pomposo Historia del tiempo que todavía asusta más al lector.

El ordenador de Hawking ha dejado de latir, por respetar su concepción de la muerte y su rechazo a creer en "cuentos de hadas" una vez que el cableado cerebral sufre una avería irreparable. El científico se acomodaba a la posición exquisitamente inglesa de no temer a la desaparición ni tener ningunas ganas de que se produjera.

Hawking fue escuchado, y sus ideas no eran las peores que puede atender un mundo afincado en el laconismo binario. Al igual que sucede cada vez que fallece un científico respetable, cobra actualidad el epitafio que Einstein brindó a los familiares de su amigo y colega Michele Besso. "Las personas como nosotros, que creen en la Física, saben que la distinción entre pasado, presente y futuro es solo una ilusión tozudamente persistente".