El cierre de un medio informativo siempre es una mala noticia, pero los propios trabajadores de Televisión de Valencia han denunciado el divorcio de su trabajo con la información. La enumeración de infracciones deontológicas a cargo de los periodistas justificaría la clausura por exigencias sanitarias, pero el canal autonómico valenciano no cierra por mentir. Al contrario, ha sido cancelado por quienes le exigían un comportamiento fraudulento, hasta el punto de que obliga a plantearse si el aguillotinamiento se debe a que las directrices fabuladoras no se cumplían con el entusiasmo adecuado.

En los años de euforia, Sicilia llegó a contar con 26 mil guardabosques. Se trata de una bendición para los agraciados con una plaza forestal y para sus familias, pero ha desembocado en el actual colapso italiano. Algo similar ocurre con la inflación de la plantilla de Canal 9, que hubiera dado para la versión valenciana de la BBC, la VVC. El servilismo lo condujo a unos índices de audiencia decrecientes y a una deuda disparada, porque la ignorancia de las leyes del mercado no exime de su cumplimiento.

El repertorio de denuncias escalofriantes sobre el vasallaje exigido por el PP valenciano hubiera sido más efectivo de haberse divulgado tiempo atrás. Incluso la información peregrina obedece a unos protocolos básicos, cabe imaginar la traslación de su vulneración masiva al comportamiento de los médicos en un hospital. Nadie está obligado a participar en la revolución hasta que deviene inexorable, pero Vaclav Hável abominaba de quienes se escudaban en las necesidades de sus hijos para violar las reglas básicas de la ética profesional.

O Canal 9 era gobernado con la implacabilidad de un gulag soviético, o un número notable de escalones mostraron una tolerancia notable hacia la distorsión de su trabajo más allá de la tensión creativa que caracteriza a las relaciones periodísticas. Es curioso que la mayor prostitución informativa de la democracia se haya registrado en televisiones controladas públicamente. Suerte que la ciudadanía no lo veía, tanto en Valencia como en Telemadrid. No es de extrañar que el presidente Jefferson señalara que, puestos a elegir entre un país sin partidos políticos o sin sus odiados periodistas, se decantaba por la supervivencia de los segundos.

Fabra, un político de tersa expresión condenado a deshacer los nudos gordianos de dos predecesores de aúpa, cotejó el mantenimiento de la televisión astronómica con la inversión en hospitales y escuelas. Olvida en primer lugar que la información se integra en el mismo flujo de servicios básicos que educación y sanidad. Sobre todo, esconde los agravios comparativos. En el sumario de Ignacio Urdangarin y señora consta una abundante documentación en que los rectores de la Ciudad de las Artes y las Ciencias se vanaglorian de su inversión salvífica en la Unión Deportiva Levante, una participación que obliga a enarcar una ceja pese a las acreditadas virtudes artísticas y científicas del fútbol.

Canal 9 es la víctima de una locura derrochadora sobre la que informó con parcialidad y cobardía, según propia confesión. El regusto íntimo del PP al suprimir un medio de comunicación debiera refrescar la evidencia de que para el poder no hay periodistas amigos, ni siquiera quienes han doblado el espinazo para mostrar su absoluta docilidad. En los códigos políticos, no hay más prensa buena que la prensa muerta. O amordazada, en el caso que nos ocupa. En cuanto a la autogestión brotada del estallido de la supernova de Canal 9, demuestra que todo periodista, liberado a su propia inercia, desarrolla un impulso irrefrenable por contar lo ocurrido a su alrededor. Y encima, supera en audiencia a los días aciagos en que le aconsejaban que mintiera.