Cualquiera que haya viajado a los trópicos sabe lo engorroso, molesto y difícil que es combatir la nada improbable picadura del mosquito anófeles, cuyas hembras transmiten un protozoo -el Plasmodium falciparum- causante de la malaria. La malaria es una enfermedad terrible, una de las más letales en el planeta entre las que tienen un origen infeccioso, con el agravante de que entre el millón de muertos que causa al año se encuentran las poblaciones más pobres. Sin vacuna eficaz a mano, la lucha contra la malaria era preventiva: vestir camisas de manga larga sin colores fluorescentes evitando el azul; ponerse pantalones que lleguen a los tobillos; no salir al aire libre al alba y en el ocaso; tomar a título de cautela las medicaciones que saturan la sangre de fármacos contra el plasmodio y cruzar los dedos para que le toque a otro la infección. Unas medidas sólo al alcance de turistas y visitantes ocasionales siempre que completen el tratamiento preventivo que incluye seguir tomando los medicamentos al volver a casa. Yo jamás tuve la precaución de hacerlo; la suerte me amparó.

Las malas lenguas atribuían a los laboratorios farmacéuticos una nula voluntad de desarrollar la vacuna para la malaria por ser poco rentable -no se puede vender a quien carece de dinero-; un argumento referido a las mismas estrategias de mercado causantes de que la vacuna experimental del doctor Patarroyo no contase con los fondos necesarios para desarrollarla. Su creador pretendía que se distribuyese sin el amparo de una patente. Pero las cosas parecen haber cambiado porque este periódico y muchos otros se hicieron eco ayer de la noticia de que por fin parecemos contar con una vacuna eficaz contra la malaria ensayada en pruebas clínicas, con un número modesto pero significativo de participantes, gracias nada menos que al Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas de los Estados Unidos con la colaboración de centros de investigación del ejército y la marina de ese país.

Los estudios para evaluar la eficacia de la vacuna comenzaron, sin embargo, mucho antes. Las primeras pruebas experimentales fueron llevadas a cabo entre el mes de agosto de 2010 y el de 2011 mediante la colaboración entre la empresa Sanaria -creada precisamente para desarrollar la vacuna- y la universidad de Radboud (Holanda). Tres grupos de sujetos de experimentación recibieron distintas dosis de PfSPZ Challenge -nombre técnico del producto- con resultados esperanzadores que han conducido a que se disponga ahora de la vacuna susceptible de ser utilizada fuera de los laboratorios. Aunque su aplicación, por vía intravenosa, y ya veremos si también su precio, limitarán no poco los beneficios que pueda proporcionar. Dejemos esas dudas para cuando se comercialice el PfSPZ (siglas de Plasmodium falciparum sporozoites). De momento sólo cabe aplaudir que se haya logrado una vacuna para pobres.