El día en que murió Julio Cortázar, su amigo Carlos Fuentes lee la noticia y se la comunica de inmediato al otro vértice del triángulo, Gabriel García Márquez. El colombiano camufló su desolación con un arranque de ironía:

–Carlos, no debes creerte todo lo que publican los periódicos.

Comparto esta incredulidad. Querría desconfiar de la internet poliédrica, donde sus miles de facetas reverberan una muerte única. No puedo imaginar que haya desaparecido mi amigo de Mallorca, aunque tenga que aceptarlo. Me ceñiré a mi propio experimento. Cada mes de mayo durante las dos últimas décadas, llega una llamada desde Londres. Perceptiblemente incómodo con los artilugios técnicos, Fuentes –así le llamaba incluso su esposa, Silvia Lemus– me convoca para una fecha precisa de agosto, fundamentalmente a solas para que podamos reconstruir a flor de estío nuestra "isla de información en un mar de dudas". Así la definió el premio Cervantes y Príncipe de Asturias.

Si en lo que queda de mayo no me alcanza la voz cálidamente reseca de Fuentes, me resignaré a una ausencia por motivos inexorables. Sabré que partió a regañadientes, porque es difícil amar y respetar la vida con su energía hercúlea. Era mi amigo más joven. Cada año desplegaba la actividad intelectual suficiente para colmar la agenda de una docena de ciudadanos occidentales hiperactivos. Y sin embargo, me consta que no añorará sus residencias en Londres o Nueva York, ni siquiera el México que lo atrapa genéticamente, con tanta fuerza como a Formentor, la geografía inhumana que lo subyugó.

Mi amistad con Fuentes empezó de la peor manera posible, en el agosto de 1992 en que descubrió Mallorca. Enterado de su visita a Formentor, allí me desplacé en el feroz desempeño de mi labor periodística. Lo encontré en la playa tras ardua búsqueda, sentado en una hamaca con un volumen que marcaba "Goethe" en sus lomos. Probablemente, el Fausto en el que ahora mismo se hallaba trabajando. Tras presentarme, dispusimos un diálogo de notable enjundia literaria:

–¿Es usted Carlos Fuentes?

–Sí.

–¿Podría hacerle una entrevista?

–No.

Eso fue todo. No levantó la mirada del libro. Gracias a Dios, porque me hubiera fulminado. Regresé a Palma con el rabo entre las piernas, y fue su esposa periodista quien metamorfoseó aquella negativa radical en la primera de una serie de dilatadas conversaciones anuales. A Fuentes le sorprendía nuestra constancia. "¿Te das cuenta de que nos conocemos desde hace 19 años?", me dijo el pasado agosto en un Formentor cuya remodelación temía. En esta última ocasión afloró de su amado mar con la gorra de béisbol gris y el corazón en calma.

Me ha dejado en herencia la tristeza con la que él mismo hablaba de García Márquez hace un año, "ya no está". Cuando firmamos las paces en aquel primitivo 1992, me aventuró que las elecciones norteamericanas serían ganadas por un desconocido Bill Clinton, a quien todas las encuestas daban por perdedor frente a Bush padre. Su criterio no me pareció excesivamente respetable, pero el tiempo me enseñó a guiarme por sus pronunciamientos. Por eso rescato aquí su veredicto en Mallorca sobre el segundo asalto de Obama. "No le quedará más remedio que ganar la reelección, a pesar de los pesares". Esta victoria angustiosa le permitiría "retomar la agenda Demócrata, después de haberse esforzado en la reconciliación". Fuentes había participado en la mitificación del primer presidente estadounidense negro, "que anda como Fred Astaire".

Fuentes vivió la vida entera, sin derramar ni una gota. En Formentor divisaba esta sensación de finis terrae. Le cautivaba porque allí podía mirar el mar a los ojos. Leía a Henry James y a Hardy en veranos alternos. Por las noches repasaba los clásicos de Hollywood en DVD, el año pasado recorrió con agrado la filmografía entera de Hitchcock. Siempre sospeché que el cine le complacía con ventaja sobre la literatura, pero que no se atrevía a manifestarlo. Fue amigo de Paul Newman y del Gregory Peck que encarnó a la perfección a su magnífico Gringo viejo, pero los hubiera arrinconado por otro rato junto a su amado Luis Buñuel.

He visto a Fuentes con miedo, en vísperas de una operación de bypass múltiple. Le he visto renacer del dolor infinito de la muerte de sus dos hijos desde el único remedio, que era el egoísmo. Ambos desafiaban a su padre cenando en inglés, mientras debatían la obra de Egon Schiele. Fuentes también intuyó que su carrera literaria cuajaría en el idioma de los ingleses, pero un día leyó a Borges y descubrió cuál iba a ser su vehículo. Recuerden que jamás comentaba su obra, ese tic de los autores mediocres que desean cerciorarse de que los comensales han leído sus libros.

La cortesía diplomática de Fuentes le llevaba a hablar siempre de otros autores, no en vano los conocía a todos. En una ocasión, me dejó estupefacto con una prueba que por fuerza debía dolerle como la extracción de un órgano vital. Desde la mesa que siempre presidía, nos pidió que comentáramos La fiesta del chivo, el libro que franqueó definitivamente las puertas del Nobel a Vargas Llosa, su amigo/enemigo. Recitamos las efusiones que merecía esta obra maestra. Bajó la cabeza y acató, el arte es la única disciplina más competitiva que el deporte.

Era joven porque siempre tenía planes. jamás se refugiaba en la nostalgia. La obra de teatro que venía de disfrutar en Avignon, la ópera que le había fascinado en Londres, el último libro de su amigo Philip Roth. No, no era –y hablo en pasado sólo por respeto al lector, no creeré hasta que no acabe mayo– un elitista. Se fundía con los intereses del ser humano y los elevaba a un plano superior. Ni siquiera se envanecía de su obra, y confesaba las limitaciones mercantiles de la literatura cuando contaba que los autores de Alfaguara le habían montado un altarcito a Arturo Pérez-Reverte, el pulmón comercial de su carreras.

Era joven porque deseaba disfrutar de los placeres que le brindaban las generaciones sucesivas. El año pasado festejaba el 15-M porque "veo con mucho gusto que la gente se enoja y se harta, por eso soy optimista". A mediados de los noventa, en un restaurante del Port de Pollença junto a su querida Cristina Macaya, el escritor mexicano apuntaba en una libreta para recordarlo el nombre de un economista deslumbrante que me había impresionado recientemente. Sí, un tal Paul Krugman que hoy ha adquirido extrañas resonancias con sus certeros pronósticos para España. A continuación me abroncaba porque me faltaba un King Vidor indispensable, y casi amenazaba con cambiar de asiento.

Ustedes se forjan hasta ahora el retrato de un embajador sumido en las intrigas venecianas, pero sepan que el descreído Fuentes siempre soñó reencarnarse en Papa. Y cuidado con tacharlo apresuradamente de cortesano. En cierta ocasión me hizo abandonar una cena en la que se alineaban los magnates más opulentos de México, y siempre he pensado que se largó sin despedirse para no recurrir a los puños. Tengo que corregir la propensión a situarlo en una nube olímpica. Recuerdo su decepción tras revisar El año pasado en Marienbad, y preguntarse cómo habían podido jalear aquellas obras huecas.

Fuentes expresa el milagro de Mallorca, elegida con perseverancia por personas que podrían reposar en cualquier rincón del planeta. Aquí podía desarrollar un gregarismo en soledad, que un día consistía en Miguel Boyer y al siguiente se anudaba en una soledad impecable. De nuevo, no lo proyecten únicamente hacia la aristocracia. Era un meritorio caricaturista gráfico, que podría retratar los vicios faciales de su interlocutor de un trazo. Trasladaba esas dotes de observación a la imitación fonética de las leyendas hollywoodienses, incluido el silbido cazallero de Lauren Bacall.

Por fin lo he enfocado. Fuentes pertenece a la estirpe de hombres que siempre se enamoran de Lauren Bacall. Su vínculo con Mallorca se estrecha a través de otra actriz de culto. Vivió un romance atormentado con Jean Seberg, que un día se intentó suicidar en la isla. Fuentes sabía que me ajustaría a la indiscreción más estricta, a la hora de relatar nuestros encuentros. A menudo he cavilado que me empujaba a los excesos que él no se atrevía a cometer.

Acabaremos con una de estas impertinencias, porque la literatura siempre desemboca en Cortázar. Mi amigo de Mallorca conservaba unas cartas inapreciables del ilustre cronopio, escritas desde las barricadas del mayo del 68. El autor de Rayuela no se centra en la revolución, sino en los encantos irresistibles de una estudiante por la que estaba dispuesto a arrancar adoquines con los dientes. Esta crónica deja su desenlace en suspenso hasta finales de mes, y sólo podría fecharse en Mallorca. Con Fuentes siempre hablábamos de un encuentro en México como si fuera una cita en las costas de Utopía, pero a sabiendas de que no ocurriría. El era demasiado nómada, y yo harto sedentario.