Leer artículos recientes es el sueño de cualquier comentarista o investigador. Hacerlo cuando aún no se han publicado resulta de un lujo faraónico. Gracias a una amiga mía que trabaja para un diario de Madrid he podido tener la versión en pruebas de un trabajo de Megan Dennis, del Howard Hughes Medical Institute de Seattle (EE UU), y colaboradores que saldrá en la revista Cell. La investigación ha identificado tres duplicaciones en los genes SRGAP2, que codifican una proteína esencial para el desarrollo del córtex. Se trata de unos genes muy conservadores; ahora no se conocía ningún cambio genético de ese tipo en ellos dentro de los mamíferos. Pero en la evolución humana se produjeron esas tres duplicaciones que Megan Dennis y colaboradores han calculado que habrían tenido lugar hace cerca de 3, 4, 2,4 y 1 millón de años.

Por razones que tienen que ver con el enorme peso metabólico del cerebro, cualquier cambio que la selección natural fije –al margen de que proceda de sucesos azarosos – tiene que haber proporcionado ventajas adaptativas considerables. Cuáles podrían haber sido es una cuestión que el trabajo del equipo de Dennis no se plantea. Pero lo cierto es que las fechas en que tuvieron lugar tales duplicaciones se acercan bastante a episodios evolutivos notables en el linaje humano. El primero coincide con la aparición de Australopithecus afarensis, un ancestro de los humanos actuales que es probable que emprendiese los cambios en la estructura de la corteza cerebral contando todavía con un volumen comparable al de un chimpancé. La segunda fecha de unos 2,5 millos de años coincide con la división del linaje humano en dos grupos distintos, uno de los cuales es el del género al que pertenecemos, Homo. Y la tercera, por fin, remite a los tiempos en los que el Homo erectus comenzaba a transformarse en las formas propias del Pleistoceno Superior: neandertales y humanos modernos.

El hecho de que el SRGAP2 intervenga en los procesos de desarrollo es una cuestión sugerente. Hoy sabemos que ese gen es el mismo en las tres especies humanas –fósiles dos de ella– de las que se ha recuperado DNA: la nuestra, la de los neandertales y la de unos seres de Denisova (Siberia) de los que apenas sabemos nada. Pero el papel de un mismo gen puede ser muy diferente en tres organismos distintos, y más aún si está relacionado con el desarrollo ontogenético, el que se da tras el nacimiento. La semejanza entre nosotros y los neandertales es, en términos genéticos, casi absoluta, pero se cree que son los procesos de desarrollo diferentes los que llevaron a cerebros tan dispares como los de Homo neanderthalensis y Homo sapiens. Cabe mantener una cautela absoluta a la hora de relacionar genes con capacidades cognitivas; lo sucedido con el gen FOXP2, cuya influencia en el lenguaje más allá de los problemas motores de los músculos implicados en el habla está por demostrar, debería llevarnos a no especular demasiado. Cosa que no quita ningún mérito a Dennis y colaboradores: el suyo es un hermoso y atrayente trabajo.