Una de las cosas que ha llamado la atención del canto de La Sibil·la, allá en la Unesco, ha sido su arraigo entre la población. Efectivamente: quizá pocos se sepan una sola estrofa de La Sibil.la; quizá cueste incluso reconocer –al escucharla– si sus palabras son catalanas –que lo son–, provenzales o latinas; quizá la ignorancia empuje a pensar que deriva del canto del muecín, tan similares y variadas son las modulaciones silábicas en una y otro. Pero al mismo tiempo todos sabemos que La Sibil·la equivale a la celebración de Nochebuena y casi todos, que es su reverso apocalíptico. Decir La Sibil·la es decir San Juan y decir San Juan, aquí, no es hablar del discípulo más dulce de carácter, ni de su Evangelio. Decir San Juan, en Mallorca –orden de Malta aparte–, es decir El Apocalipsis, la profecía atroz, el cataclismo escatológico. El escritor Cristóbal Serra dedicó varios años a su estudio e interpretación y ahí están sus Lecturas del Apocalipsis. No es casual que Serra sea mallorquín y tampoco que haber escuchado la misteriosa Sibil·la en su infancia, le empujara después por las sendas que ha explorado, Apocalipsis incluido. Qué digo incluido: sobre todo El Apocalipsis, siempre presente ahí al fondo. ¿Cuántos estudios sobre El Apocalipsis se han escrito, por ejemplo, en Asturias, Andalucía o Levante en estos últimos treinta años?

Porque La Sibil·la es, también, el símbolo mayor de uno de nuestros rasgos principales: el fatalismo mediterráneo, ese negro reverso del escepticismo local. Lo que pueda ir a peor lo irá irremisiblemente. O dicho de otra manera: la extendida pulsión de ´passar pena´, esa desviación sentimental femenina –que alcanza a veces lo masculino– tan arraigada como El cant de La Sibil·la. Tanto que todos hemos oído decir alguna vez desde el hartazgo: ´Pareix que passau gust de passar pena´. Passadors de pena. Cómo no, educados a la sombra de la espada agorera –de augurio– anunciando el fin de los tiempos y el día del Gran Juicio entre peces que gritan horriblemente, aguas que no paran de arder, sol y luna oscurecidos, y tremendos tormentos a manos del Mal. Ni El Bosco y Brueghel de la mano. Y todo ello cantado a capela, precisamente, la noche de Navidad, el día más feliz –junto al de Resurrección– de la liturgia cristiana. La Sibil·la trágica –figura de origen pagano– como preludio a la celebración de la salvación. Como su lado oculto, también, del que en la isla no sólo no nos ocultamos, sino que ocupa púlpito o altar del templo.

No es raro que Mallorca sea el lugar donde se ha conservado esa tradición y se ha seguido renovando, año tras año, mientras en otros sitios caía en manos del polvo secular de los archivos. Yo mismo –que no firmo manifiesto alguno desde que tenemos democracia– hice una excepción y apoyé su candidatura a Patrimonio cultural de la humanidad. La enciclopedia nos dice que tiene su origen en un acróstico griego atribuido a la sibila Eritrea, que Eusebio de Cesarea puso en boca del emperador Constantino en la Oratio ad sanctorum coetum, traducida por San Agustín en el libro XVIII de De civitate Dei. Estupendo: nadie lo duda. Pero queda la sospecha de que si la hemos conservado como memoria particular, siglo tras siglo, es porque, de un modo u otro, nos identificamos con su fatalidad, conscientes –o no– de que su carácter medieval es la sombra de una sociedad –la nuestra– que viajó del feudalismo al capitalismo, sin pasar por la Ilustración y la Revolución Industrial, en pleno siglo XX. Y que aún ahora parece no saber –o no querer– desprenderse de sus restos feudales. Por lo menos nos queda La Sibil·la –espléndida y tremenda– para que nadie pueda decir que no se nos avisó. A partir de ahora –coincidiendo, curiosamente, con la Gran Crisis– ya lo sabe todo el mundo. O debería.