Cada novela del polémico escritor Michel Houellebecq (pronúnciese Uelbek) es un acontecimiento. Por algo estamos hablando del único fenómeno real en las letras francesas y del autor francés más popular en el extranjero. El precio que ha pagado Houellebecq (St. Pierre-La Reunión, 1956) para que lo idolatren como una estrella de rock es que lo odien, lo desprecien y hasta lo arrastren por el fango sus detractores.

La última y feroz batalla entre seguidores y detractores de Houellebecq se entabló a propósito del premio literario francés más codiciado, el Goncourt. Los primeros disparos llegaron de Tahar Ben Jelloun, novelista nacido en Marruecos y miembro del jurado que otorga las distinciones. Ben Jelloun dejó claro que no quería votar a favor de Houellebecq. "Yo no habría leído su novela si no me hubiera visto obligado a hacerlo por pertenecer al jurado. Perdí tres días de mi vida", dijo de La carte et le territoire, que en Francia ha editado Flammarion, entre inmejorables críticas, y que en España publicará Anagrama con el título El mapa y el territorio. Finalmente, la novela obtuvo siete de los nueve votos del jurado del Goncourt, al que pertenece entre otros el español Jorge Semprún.

Los fans de Houellebecq atribuyeron el estallido de ira de Ben Jelloun a los celos literarios. Para ellos, la única razón por la que algunos atacan su libro es la reputación antiislámica del autor. Se trata, en cualquier caso, de una historia pasada; en 2002, un tribunal absolvió a Houellebecq de propagación del odio racial después de haberse referido al Islam como la más estúpida de todas las religiones. Acusado de ser un racista, un nihilista y un borracho, Houellebecq, de 52 años, ha sido además descrito como el representante más elocuente de la sociedad en la que vive, frívola y obsesionada por el éxito.

Su última obra, una sátira sobre el mundo del arte contemporáneo y también una tierna ironía sobre la Francia provinciana, no contiene las páginas provocadoras de sus anteriores novelas, Las partículas elementales, Plataforma o La posibilidad de una isla. No hay en ella anticlericalismo, misoginia manifiesta, desviación sexual o sentimiento anti-islámico, pero se ha convertido, sin embargo, en la sensación de la temporada para un público lector, el francés, poco dado al entusiasmo ante los grandes eventos. En las primeras semanas se han vendido más de 250.000 ejemplares. La carte et le territoire, considerada por algunos como una pequeña concesión para formar parte del Olimpo del Goncourt, ha sido recibida como la mejor de sus novelas. Incluso, Bernard-Henry Lévy, su encarnizado rival epistolar, ha elogiado el libro.

Puede que éste de 2010 sea el año de los escritores refractarios a los grandes premios de la literatura. Ocurrió primero con el Nobel y Mario Vargas Llosa y ha sucedido ahora con el Goncourt y Michel Houellebecq. Hasta acogerle en su seno, el Goncourt, creado para recompensar anualmente la mejor ficción en prosa, le había dado en más de una ocasión con la puerta en las narices al enfant terrible de las letras francesas, un escritor que se sitúa en las antípodas de la bien pensante gauche divine. Habrá que esperar para ver si el irreverente, sombrío y misántropo Houellebecq se muestra a partir de ahora como el ser juicioso que algunos desean o mantiene la pulsión que le ha convertido en un personaje tan querido como odiado. Lo que ha hecho de momento es mostrarse feliz por un premio que otras veces despreció. "El Goncourt era necesario en mi vida. No creo que haya sido yo el que ha cambiado, digamos que los temas son actualmente menos violentos", explicó para responder a quienes se muestran intrigados por una supuesta actitud contemporizadora.

Houellebecq no es el primero ni seguramente será el último al que un premio literario le cambie la vida o, por lo menos, le haga rectificar el paso. Ya lo hizo en su día Jean Paul Sartre, que en 1964 renunció al Premio Nobel y diez años después, según más tarde se supo, tuvo la ocurrencia de recurrir, a través de un intermediario, al Comité del Premio de la Academia Sueca para ver si podía cobrar el importe, unos 52.000 dólares de entonces. Rechazar el Goncourt supondría renunciar a los 10 euros de su dotación simbólica, pero también a los 400.000 ejemplares de ventas que, como mínimo, garantiza el codiciado premio.