Gracias a la revista Babelia, los lectores capaces de hacerlo en castellano han podido disponer del primer capítulo, titulado El misterio del ser, del libro de nueva planta en el que Stephen Hawking y Leonard Mlodinow abordan las claves más o menos filosóficas —o, si se prefiere, teológicas— deducibles de los conocimientos actuales acerca del origen del universo. De acuerdo con el planteamiento que hacen los autores, dichas evidencias excluyen la necesidad de invocar cualquier "diseño" sobrenatural para la aparición del mundo.

Vaya por delante que, si a mi entender tiene sentido plantear tales cosas, no es por lo que puedan aportar en favor o en contra de la hipótesis de la existencia de un dios por la razón bien sencilla y fácil de entender de que eso no es una hipótesis. No lo es, al menos, de acuerdo con lo que se considera como tal en el pensamiento científico. Resulta imposible proponer un experimento capaz de falsar la idea contenida en la frase "el universo fue creado por una entidad sobrenatural", y carecemos de prueba empírica alguna que se refiera a esa afirmación, siempre que dejemos de lado las pretendidas reliquias. La idea de un dios es, como resulta bastante obvio para cualquier especialista o aficionado que esté al tanto de estas cosas, un constructo mental del cerebro humano. Los llamados libros divinos fueron escritos por hombres –no tengo noticia de que interviniera mujer alguna– y las revelaciones místicas son siempre el fruto de una sensación introspectiva que un ser humano indica, ya sea de buena fe o con fines poco confesables. En el mejor de los casos tenemos, pues, o bien una descripción en términos científicos del mundo que nos rodea que, al decir de Hawking y Mlodinow no conlleva necesidad alguna de invocar fuerzas espirituales, o una experiencia mística que apunta hacia entidades divinas. Ninguno de los dos casos puede tenerse por un acto relacionado con la cadena observación-conjetura-prueba-refutación y, por ende, cabría decir que un libro destinado a hablar del "gran diseño" es absurdo, salvo que deje de lado tal cosa y nos dé claves interesantes acerca de cómo tuvo lugar el proceso natural de surgimiento de la materia que es, por cierto, lo que Hawking hace.

Algo así parece establecer una zanja insalvable entre ciencia y religión. Pero se da el caso de que, como decía antes, las propuestas religiosas son propuestas humanas, y es de un interés científico indudable el comprender los procesos que dan lugar al cerebro capaz de hacer tales cosas, de plantearse el sentido de la existencia del yo y, de paso, de los otros. El fenómeno de la espiritualidad es intrigante. En mi opinión, el verdadero misterio del ser es ése y no el que planteó en su día el teólogo Hans Küng, enemigo intelectual de Ratzinger, con la pregunta acerca de por qué existe algo en lugar de nada, cuestión última que, de acuerdo con mis modestos términos tanto científicos como teológicos, carece de sentido porque no puede responderse más allá de lo que sería un acto de fe personal, es decir, introspectivo e indemostrable.