(Veraneábamos a principios de los sesenta en Oropesa del Mar, villa que adquirió notoriedad imperial cuando albergó las vacaciones de Aznar. Un chalet vecino estaba habitado por Luis García Berlanga. Para hacer honor a su cine, el salón de la vivienda estaba construido sobre un paso pecuario, véanse las ovejas caseras de Buñuel en El ángel exterminador. Mi padre tuvo que deshacer el entuerto burocrático. Fue así como acabé literalmente en brazos del director de ¡Bienvenido, míster Marshall!, tan abrumado por la presión infantil que mi madre no ha olvidado las primeras palabras que le dirigió:

–Señora, no sé cómo se las arregla usted con tanta criatura.

No era un hombre familiar, pero eso nunca preocupó a los niños. Por tanto, conservo con agrado la imagen de Berlanga empujando mi primer triciclo, un celta imponente tocado con un sombrero tirolés, que arrasaba entre las mujeres de la época. De haber sabido que un día escribiría este artículo, me hubiera preocupado más por la documentación.)

Berlanga significa reírse en libertad, de quienes prohíben la risa y de quienes la autorizan como si de ellos dependiera. Lope de Vega se admiraba de la capacidad humana para transformar un paraíso en un infierno y viceversa. Frente a la grandilocuencia paradisiaca o infernal, el cine berlanguiano postula que cualquier tragedia debe convertirse en una comedia. Su poder corrosivo se debe a que las dictaduras están acondicionadas para reprimir una oposición, pero carecen de antídoto contra quienes no las toman en serio. De ahí que el director enarbolara el autorretrato ideológico de "anarquista de derechas". Desactivaba así a las decenas de entrevistadores caritativos que lo querían más progresista de lo que su pereza le permitía.

En esencia, Berlanga comparte el tratamiento de Kundera en La broma frente al estalinismo. La risa contra el poder desespera a los resistentes ortodoxos, pero es Berlanga quien arroja una bandera estadounidense por la alcantarilla, mientras el franquismo intentaba congraciarse con Eisenhower. La opción humorística no solo es más radical que las adscripciones ideológicas manuales –derecha, izquierda–, también exige una mayor renuncia a las tentaciones desviacionistas de sus practicantes. El director de Moros y cristianos combatió con éxito a los dos huéspedes indeseables que anidan en todo creador español, el tremendismo y la valleinclanesca predisposición a ponerse estupendo.

El escenario de Berlanga es el esperpento, tan difícil de distinguir de la realidad. Su funambulismo virtuoso se verifica por contraste en el decepcionante montaje teatral de El verdugo. La interpretación de Juan Echanove enfila la película hacia un alegato contra la pena de muerte, que anula la fuerza del original al privarlo de naturalidad. En una parábola contemporánea, el director centró su película en el mercado laboral, con la ejecución como opción descansada. La efectividad brota de la indiferencia narrativa, que preludia la jocosa lapidación de Monty Python en La vida de Brian, y que debió inspirar por fuerza la extraordinaria parodia del garrote vil que desarrolló Boadella en La torna, la obra que lo envió a prisión.

La risa desarticula, hoy se puede leer a Berlanga en los titulares de la revista satírica The Onion, "Al iraquí destrozado por un misil norteamericano le hubiera entusiasmado la democracia". Con sus muertos que no caben en los ataúdes, y catapultado por el axioma de Rafael Azcona – "esto va tomando incremento"–, el cineasta fallecido ayer es el Billy Wilder del cine español. Quien le supere, deberá reconocer que Berlanga lo vio primero. La síntesis de su cine en la generación twitter reside en el impostado grito del capellán preconciliar Agustín González, a un López Vázquez con pretensiones divorcistas:

–Lo que yo he unido en la tierra, no lo separa ni Dios en el cielo.

Cuando dejas de reír, adviertes la perfecta construcción de la frase, la adecuación a una escena en que el sacerdote mira a lo alto, la suprema broma. Y vuelves a preguntarte cómo lo lograba un Berlanga que no se cuidó de hacer escuela, pero redujo a imitadores a quienes le sucedieron.

(Cenábamos el pasado mes de agosto con Carlos Fuentes en Puerto Portals. El gran amigo de Luis Buñuel, a quien dispensa trato de pensador acompasado a cineasta, pregunta de pronto por la trilogía de La escopeta nacional. Se la recomiendo encarecidamente, con envidia a quien disfrutará placeres que tú ya has saciado. Y entiendo que Berlanga representa lo que en el extranjero –concepto irrenunciable del director antiglobalizador– nunca entenderán de España).