Cristina García Rodero (Puertollano, 1949) se toma todo el tiempo del mundo para captar una imagen. Criterio que también aplica con religiosidad cuando el objetivo apunta hacia ella. Quince minutos cuesta sacarle un retrato satisfactorio. "Yo cuando quiero algo, voy por ello", confiesa. Todos asentimos. La fotógrafa de Magnum sortea obstáculos, se cuela donde hay historias y convive con desconocidos. Sus últimos chispazos los dedicó a Baracoa (Cuba) y Galicia. Pero a Cristina siempre le falta tiempo, "porque acercarse al alma de una persona o de un país merece respeto", sinónimo de dedicación en su boca.

–¿Ha tenido tiempo para algo que no sea la fotografía?

–La fotografía ha ido absorbiendo mi vida paulatinamente. Todo empezó en el año 74 como un juego y como una necesidad de expresión que compartía con la pintura y el dibujo. En el 73 la Fundación Juan March me dio una beca en artes plásticas y ése fue el momento decisivo que me permitió dedicarme todos los días de un año a investigar sobre las fiestas populares, las tradiciones y los ritos de España.

–Una reportera de fiesta en fiesta.

–La mejor manera de hacerse fotógrafo. La fiesta es movimiento sobre todo. Eso me obligó a ser rápida y a entender lo que era el reportaje, es decir, buscar el momento más expresivo para resumir lo que eran esos ritos.

–De ahí nació su España oculta. ¿Hemos cambiado tanto desde la Transición?

–Mucho. Hace tiempo que no viajo por el país, pero este año he vuelto a Galicia y he visto una transformación para bien. El sistema de comunicaciones y la libertad sexual son los dos cambios más importantes de España.

–¿Hasta dónde debe implicarse el fotógrafo con lo retratado?

–Para mí es importante incluso convivir con las personas que fotografío. Es una necesidad. La foto de reportaje es un método para conocer el mundo. El único modo de hacerlo en profundidad y con matices es compartiendo el mundo con los hombres de a pie. El reportaje es un modo de dar y recibir.

–¿Existe el síndrome de Estocolmo en la fotografía?

–Por supuesto. Es fácil sentirlo. Terminas implicándote con los fotografiados, teniendo afectos. A mí me pasa muchísimo porque vuelvo a los sitios, la gente me recibe en su casa. Todo tiene su parte buena y su parte mala. La buena de convivir es que tienes más conocimientos de cuál es la situación que viven, puedes profundizar más, cosa que engrandece tu trabajo. Pero por otra parte puedes perder la objetividad.

–¿Y eso afecta al resultado final de la foto?

–A mí no me importa no ser objetiva. Quiero contar la vida como yo la veo. Por eso no he estado nunca en un periódico. Mi relato no es objetivo, sino pasional.

–¿Qué le cuenta a la gente antes de fotografiarla?

–Intento no contar nada. Cuando cuentas cosas a los que retratas, pueden tomar una actitud determinada frente a la cámara. Cuando es una foto así, robada, hablo con ellos después. Les cuento para qué la estoy haciendo, que suele ser para una exposición o un libro.

–¿Y en la guerra?

–Nunca he querido fotografiar la guerra. Estuve en Kosovo, vi la expulsión de los albano-kosovares y la entrada de las tropas de la OTAN. También, en Osetia del Sur. Si me he dedicado a fotografiar las fiestas es porque me gusta ver feliz a la gente y pasárselo bien. Pero tampoco puedo ser ajena a determinadas cosas. La verdad es que no puedo con la guerra porque no quiero ver sufrimiento. Las injusticias y las desigualdades me duelen profundamente.

–¿Qué ha aportado usted a ese consejo de sabios –varones casi todos ellos– llamado Magnum?

–Creo que he aportado una forma de trabajo y de intereses distintos. Los míos no son temas de fotoperiodismo grandiosos, como guerras y demás. Sino temas más vitales, de la cotidianidad. Me interesan las personas que nunca van a ser noticia. La gente normal que construye un país día a día para que no nos falte nada.

–¿Hasta qué punto puede una o la fotografía cambiar el mundo?

–No sé si sirve para cambiar algo, pero sí que influye. En la guerra de Kosovo, los fotógrafos y los medios en general provocaron que la OTAN actuara. Lo mismo sucedió en Vietnam. Con todas aquellas imágenes que se publicaban sobre realidades ocultas... Entonces la gente, con todo ese material, decidió que no quería participar en ese conflicto. Una foto nos puede influir a nivel individual, pero se necesita del impulso colectivo para cambiar algo, para hacer presión.

–Los presionados fueron ustedes a partir de ese momento.

–Sí. A partir de entonces llegaron los límites a la independencia de los fotógrafos de guerra. Se crearon los pulls. El ejemplo paradigmático es Irak. Los periodistas iban con los militares a los lugares que ellos decidían. A mí me sucedió así en Osetia. Lo que pasa, cuando te llevan de un lugar a otro, es que tu ojo ve lo que hay por el camino, te haces una idea, y cuando puedes sacar la cámara intentas reflejar parte de lo que has visto sin tenerlo delante.

–¿Cree que los fotógrafos de moda o de celebridades –Helmut Newton o Annie Leibovitz– han impuesto un modelo de trabajo que ha trivializado en parte el fotoperiodismo? Es decir, ¿cómo es posible que en un reportaje sobre el paro, los parados estén posando como modelos?

–Es cierto. Eso está sucediendo. Newton y Leibovitz son grandes en su área. Y lo hicieron tan bien que han influido a otros. El problema no es tanto de los fotógrafos como de los medios, de la falta de criterio o de la ausencia de riesgo frente a lo que está establecido y las modas, siempre más fáciles de seguir.

–Alberto García-Alix alaba que usted pasa inadvertida cuando trabaja.

–No sé. Si paso desapercibida es porque soy muy pequeña. Para fotografiar necesito estar cerca de lo que veo y por eso convivo con la gente. Se acostumbran a mí y terminan aceptándome. Estar con ellos me hace invisible. El mejor regalo que me pueden hacer para que haga una buena foto es ser aceptada y que se olviden de mí. La mejor foto sale cuando nadie me facilita el trabajo y todo sigue igual.

[De la carpeta de la periodista sobresale la imagen de espaldas de Carla Bruni junto a la Princesa Letizia. García Rodero se enfrenta a ella]

–¿Es esto fotoperiodismo?

–Son dos culos subiendo una escalera.

–¿Qué le pide usted a un posado?

–Que la fotografía le haga tanta ilusión al fotografiado como a mí. En Cuba fotografié a una serie de quinceañeras. Es tradición que vayan a hacerse una foto con un traje distinto el día que cumplen 15. Antes de retratarlas, les pregunté a los fotógrafos de allí cómo hacían esas fotos, la composición. Por eso puedo decir que muchas fotos las podría haber firmado al alimón con otros. De esta manera, estaba fotografiando el deseo de las niñas y la sabiduría de aquellos fotógrafos. Es importante fijarte en el gusto del fotografiado y lo que para ellos significa esa foto. Porque en ese momento yo estaba fotografiando el recuerdo que esas quinceañeras querían tener de sí mismas en el futuro.