Quince años veraneando en Deià son más que suficientes para conocer el terreno, la Serra de Tramuntana, "donde lo poco que ha cambiado lo ha hecho a peor", dice Lluís Clotet (Barcelona, 1941). En Sóller, denuncia el arquitecto que trabajó junto a Óscar Tusquets hasta 1981, la modificación de la relación entre la ciudad y el puerto ha sido "traumática", como el túnel "de trazado forzado" que precipitó la caída del ex president Gabriel Cañellas por corrupción. Galardonado seis veces con el premio FAD, entre las muchas obras realizadas destacan las viviendas de la Villa Olímpica de Barcelona, la remodelación del Palau de la Música, de la Llotja de Mar y del MACBA.

–¿Por qué han desarrollado muchos arquitectos extranjeros gran parte de su carrera en España?

–Bueno, en realidad fueron llamados por presidentes de Gobierno, ministros, alcaldes... y lo fueron la mayoría de las veces por su proyección mediática. Mi hermano que es bioquímico me decía que, cuando una profesión se pone de moda, está perdida. De todas maneras algunos de ellos son excelentes arquitectos, como Álvaro Siza, Herzog y De Meuron, pero la mayoría están por debajo de los buenos arquitectos del país. Esta política explica el nivel de nuestros representantes, y el paso del tiempo nos la hará ver como una locura provinciana promovida por ignorantes que no preguntan.

–¿Falta arquitectura ética en nuestro país?

–Preferiría hablar de buena arquitectura en lugar de arquitectura ética. Alguien dijo que nos dedicamos a una profesión para intentar entender de qué se trata. Después de tantos años me atrevo a resumir lo que opino. Creo que la arquitectura tiene que ser fundamentalmente confortable. No puede perder su razón de ser, que no es otra que el protegernos de una naturaleza siempre indiferente hacia nosotros y muchas veces hostil. También tiene que ser duradera porque es la mejor manera de que sea económica. Y para ello debe estar bien construida y debe ser versátil. Y todo esto, que no es poco, lo debería hacer de la manera más discreta posible, pasando de puntillas, que se note lo menos posible. Porque la arquitectura debería ser como las rayas de cal que definen el rectángulo de juego. Claras, precisas, mínimas, pero capaces de contener todas las jugadas que ya se han hecho y todas las que están por inventar. Un marco discreto que no distraiga el protagonismo del juego.

–¿Sufre el arquitecto el ego del artista?

–El arquitecto no es por definición un artista. De la misma manera que necesariamente tampoco lo es un poeta, un músico, un pintor... Entiendo que un artista es aquel que, independientemente de la disciplina con la que trabaja, es capaz de alcanzar unos niveles de excelencia que nos llegan a emocionar. Y esto lo puede conseguir un físico, un cocinero, un futbolista... y también un pintor, claro. Antoñito López [el pintor], hablando de estos temas, decía que en el Museo del Prado había mucha pintura y poco arte. Poca gente ha conseguido a lo largo de la historia un reconocimiento mayoritario y prolongado de su artisticidad. Y también pocos arquitectos. Esta constatación que te la da el conocimiento del pasado, que te la da la cultura, aquello que te permite hablar con los mejores, te hace necesariamente humilde. No puedo imaginarme una persona culta y a la vez engreída. Es una contradicción en los términos.

–¿Quién se ´ha cargado´ la profesión de arquitecto?

–Cuando era estudiante de arquitectura en la década de los sesenta, cada verano un grupo de amigos íbamos a Italia a ver lo último que habían construido Gardella, Magistretti, Albini, Belgioioso, Peresuti, Rogers... La calidad de la arquitectura italiana era impresionante. Todo esto ha desaparecido y el gran nivel de la arquitectura española de los últimos años empieza también a desaparecer.

–¿Qué ha pasado?

–Antes la profesión de arquitecto se asociaba a la del director de orquesta. No era especialista en nada concreto pero sabía lo suficiente como para coordinar a todos los solistas y conseguir un resultado que sólo él tenía la capacidad de imaginar en su globalidad. Su autoridad era total y también su responsabilidad. Todos los arquitectos vivíamos en libertad provisional. En los ultimos años todo se ha ido complicando: la gestión, las licencias, las contratas, el control de los costes, el control de las aseguradoras, los seguros de responsabilidad civil, las relaciones con la propiedad, y los despachos han ido creciendo y creciendo. Como consecuencia de todo ello han ido apareciendo responsables parciales que han debilitado aquella autoridad única para convertirla en colegial. También ha llegado a España, procedente de Estados Unidos, la práctica de ciertos abogados que proponen a los usuarios repartirse las indemnizaciones y pleitean, con o sin razón, contra promotores, arquitectos y constructores. Y éstos se han protegido creando una maraña de responsabilidades difíciles de deslindar. Todo esto, más algunos otros factores, ha dado al traste con aquel pequeño despacho artesanal que tantas magníficas obras había dado últimamente.

–Una vez realizada una obra, ¿debe pasearse un arquitecto para ver cómo funciona el edificio resultante con la gente?

–Yo lo hago al cabo de unos años porque si lo hago inmediatamente no tengo perspectiva, aún estoy confundido con él. Pero después me interesa ver cómo envejece, cómo va marcando los errores constructivos, cómo va aceptando con o sin dificultad los cambios de uso, los añadidos... Aprendes mucho para futuros proyectos y emociona ver que el edificio se ha convertido en un organismo vivo e independiente de ti y que va transformándose. Ya decía Goya al ver sus cuadros al cabo de unos años que el tiempo también pintaba.

–¿Ha visto cambiar mucho Mallorca desde que veranea aquí?

–Si hablamos de la Serra de Tramuntana, que es la parte de Mallorca que mejor conozco, tengo la impresión de que en estos años no ha cambiado mucho, pero lo poco que ha cambiado lo ha hecho a peor. No hay un debate abierto, un consenso, un objetivo común, un proyecto colectivo. Porque el problema no es el construir, que también lo puede llegar a ser si el lugar no lo acepta, el problema es que no haya criterio, el problema es que no se sepa qué es lo que se pretende mejorar. En la Serra las agrupaciones son densas, ahorran suelo, racionalizan trazados, siguen el gran invento romano de la pared medianera, crean espacios intermedios que nos protegen del sol, del viento y del frío... un modelo comprobado y para mí insuperado hasta el momento. Pero estas tramas no se han sabido continuar. Quizá porque gestionar la continuidad, el compromiso, es más laborioso que gestionar la discontinuidad. Quizá porque se cree equivocadamente que su densidad no es compatible con las nuevas exigencias de accesibilidad rodada, de soleamiento, ventilación, contacto con la naturaleza que la gente de hoy pide. Pero esto no es cierto. Sóller es un extraordinario ejemplo de ocupación densa del territorio a base de una masa edificada continua que define con sus fachadas principales unas magníficas calles y plazas públicas, mientras que sus fachadas traseras se abren al sol, a los huertos y los jardines privados.

–Lo que menos le gusta de la isla.

–Continuando con Sóller, me disgusta que, al no dar continuidad al casco, aparece una periferia desordenada, aparece el suburbio donde no hay ni proyecto ni tradición. Las calles de-

saparecen como calles y sólo conservan la continuidad vial. La arquitectura ha perdido aquella función primordial de proteger al peatón, de acompañarle constantemente en su andar. Aparecen unos edificios, ya sean viviendas, polideportivos, escuelas o supermercados, tratados como volúmenes aislados, simples, autónomos, sin inflexiones capaces de cualificar al espacio que los rodea. Están allí como podrían estar en cualquier otro sitio, están como de paso, están desorientados. Y más allá de este cinturón inhóspito aparece el magnífico paisaje salpicado de pequeños chalés en su ridícula dispersión. Podríamos decir que nunca tan pocos hicieron tanto daño a tantos. Pero a mi modo de ver, el mayor disparate que se ha cometido en la periferia de Sóller ha sido la traumática modificación de la relación entre la ciudad y el puerto. Antes, las aguas, la carretera, el tranvía, los ciclistas, los paseantes coincidían con naturalidad siguiendo las cotas más bajas y pasando sin herirlo por el delicado estrechamiento que separa los dos núcleos. ¿Cómo se puede taponar un paso tan privilegiado, tan natural y con tanta historia? ¿Cómo se puede colocar un edificio tan vulgar, nada menos que una depuradora, en un lugar tan singular? Y todos estos disparates han obligado a la construcción de un túnel de forzado trazado que nos lleva a un no lugar, a unas traseras del puerto que no explican dónde te encuentras. Aquel camino claro se ha convertido en un laberinto desorientador. ¿Cómo se puede tener tan poco instinto urbanístico? ¿O es una pregunta ingenua y de lo que precisamente se trataba era de hacer un nuevo túnel en Sóller?