La humildad de Pere Ferrer Guasp no le permite reconocer, ni siquiera ante un auditorio unipersonal, que es valiente. La modestia no da para concesiones. Lo mismo sucede con su imagen. En persona, resulta un historiador atrayente, lejos de la fotografía excesivamente austera de la cubierta de sus libros. Este investigador, motivado por los tejemanes de la historia extraoficial, no es ajeno a toparse con algarabías veniales porque no se autocensura, y, si descubre hechos reveladores, no duda en hacerlos públicos, siempre que puedan esclarecer un poco más el devenir del ser humano. No se amilana ante nada y tampoco rehúye de su personalidad aguerrida; sin embargo, reconoce que "siempre es más cómodo indagar sobre temas menos conflictivos". Uno de los episodios que han venido obviando los manuales de historia básicos, "ésos con los que estudiábamos en el instituto y en la escuela," es el peso del comercio ilegal en Mallorca durante gran parte del siglo pasado. Ferrer ha analizado el fenómeno a fondo indagando en sus causas, con lo que ha pergeñado un volumen de 349 páginas titulado Contraban. República i guerra, editado por Documenta Balear.

La voracidad y la falta de escrúpulos de los piratas y corsarios de antaño fueron sin duda el legado que recibieron los contrabandistas, sus parientes contemporáneos. Pero no es menos cierto, tal y como quiere dejar muy claro Ferrer, que, en determinadas fechas y a pequeña escala, el contrabando se erigió como un factor determinante y trascendente para la supervivencia de la población. El historiador hace referencia, sobre todo, a las épocas de posguerra, tanto después del conflicto civil español como de las dos grandes contiendas europeas, en las que la isla estaba realmente inmersa en situaciones profundas de miseria y penuria.

-¿Contrabando con la connivencia del gobierno?

- Por supuesto. Este tipo de prácticas sobrevivieron en todas estas época de pobreza gracias a la tolerancia del ejecutivo, puesto que éste no podía abastecer de necesidades básicas al pueblo. España vivió etapas de bloqueo económico en las que escaseaban los productos de primera necesidad y que sólo se podían conseguir mediante el comercio ilegal. La escasez y la mala alimentación provocaron que muchas enfermedades que estaban erradicadas rebrotaran. En este sentido, jugó un papel importante el mercado negro de penicilina. Sin contrabando, hubiese habido más muertos por desnutrición y hambre".

La historia de uno de estos pequeños contrabandistas, que tuvieron que dedicarse al estraperlo y al estupro para sobrevivir, fue la brizna que le faltaba al investigador para animarse a escribir sobre un "tema que tenía pendiente". En una cena familiar, conoció a un tipo que había sido matutero en la isla y que le contó su testimonio. Evidentemente, guarda el anonimato -"porque la ley del silencio todavía perdura en estas lides y hay que cumplirla"- del joven al que llama Joan en el capítulo cuarto del libro. En este sentido, Ferrer también calla el nombre de los hoteleros "que con los capitales conseguidos con las ventas en el mercado negro" alzaron la primera planta hotelera de Mallorca ya en los años sesenta.

-Del comercio ilegal a una actividad lícita.

-Bueno. No hay tanta diferencia entre la labor de un contrabandista y un hotelero en el sentido de que, y preciso, con los primeros se trata de una entrada de mercaderías y, con los segundos, de una entrada de personas. Ambos casos tienen en común que no se pagan impuestos de aduanas y que la riqueza llega de fuera. Además, el turismo es legal y los hoteleros no se ven obligados a ´untar´ a policías. Con ello quiero decir que se trata del mismo espíritu comercial.

En los primeros capítulos, Ferrer elabora una síntesis de la quintaesencia mercantil que siempre ha caracterizado a la isla, "muy fenicia" por otra parte. "Al mallorquín siempre le ha ido bien eso de comprar barato y vender caro. El negocio es el negocio. El isleño nunca se ha entretenido con sentimentalismos". Hablando en estos términos, la figura de Joan March aparece obligatoriamente sobrevolando las páginas del volumen y de la conversación, aunque el historiador manifiesta que no quiere centrarse demasiado en su figura porque en breve publicará otra biografía sobre el financiero. De todos modos, el final de su parlamento se lo dedica a en Verga.

-Joan March, ¿un capitalista moderno?

-Sin duda. A diferencia de la burguesía catalana, que quería diferenciarse y dejar su impronta en la sociedad como hizo por ejemplo aportando muchas cosas al Modernismo, la mallorquina pretende imitar el modelo aristocrático. El mallorquín rico quiere parecerse a los botifarres, reproduce el modelo feudal. En cambio, Joan March (en Verga) rompió con esta mentalidad y supone ya un capitalista moderno. Yo siempre le comparo con Manel Salas, un burgués rico que imitaba a la aristrocracia puesto que compraba fincas y las capitalizaba para producción agrícola. En Verga, en cambio, hacía parcelas de las tierras, las vendía y especulaba. Acumulaba capital para luego invertirlo en petróleo, abonos e incluso en prensa. Era un visionario que actuaba como un gran empresario americano.

Ferrer se refiere también a la importancia que tuvo en la isla el contrabando de guerra, "que fue cosa de los grandes capos", de los que contaban con infraestructura. "Piensa que era más peligroso que los otros tipos de comercio ilegal y que se pagaba todo a precio de oro: gasolina, piezas de recambio, armas, etc.". La droga, en especial la cocaína, pasaba también durante los felices años veinte por las costas mallorquinas para abastecer a Barcelona. "En la isla apenas se consumía, pero los círculos de bohemios e intelectuales con un halo de esnobismo de la capital catalana sí que tomaban este tipo de drogas". En la actualidad, se sigue traficando en Mallorca con estupefacientes y tabaco rubio, "pero investigar sobre el tema es algo difícil porque es complicado que a uno le faciliten los documentos".

-Creo que la iglesia, si le he leído bien, tampoco predicaba con el ejemplo.

-En un principio, el clero servía en un entonces para transmitir todo aquello que el estado veía como un peligro. En este sentido, los sacerdotes advertían acerca de los riesgos del contrabando, como que por ejemplo cogerían la peste, enfermedad con la que estaban infectadas las telas. A pesar de este discurso, no deja de ser verdad que la iglesia se benefició en cierto sentido de ese mercado negro puesto que en alguna ocasión alguna empresa de contrabando ofrecía donativos para construir determinados edificios eclesiásticos, como es el caso del nuevo seminario.

El cronista apura la entrevista explicando la importancia de las mujeres para introducir y vender mercancías en el Born, centro neurálgico los domingos en Ciutat: "Se las escondían en las faldas y así burlaban los controles, evitando ser cacheadas". Y desemboca en algo que apunta al final de sus páginas: "El fenómeno de la corrupción ligado a la mentira provoca un desencanto creciente en amplios sectores de la población hacia sus representantes". El momento actual dice que le recuerda a la época de la Restauración, puesto que estamos entrando en la dinámica de que los partidos políticos tienen que ofrecer algún tipo de prestación al ciudadano para que sufrague por ellos. "Uno da 400 euros y el otro rebajas fiscales para comprar tu voto". Todo ello le parece de un clientelismo político que, junto al bipartidismo acérrimo, no hace más que evocarle los turnos y el Pacto del Pardo de Cánovas y Sagasta.