Un silencio de ruina, de paraje olvidado, interior, del corazón de las tinieblas. Un hombre lleva postrado en la cama dos años. Coma profundo tras un accidente de tráfico. Los médicos dan su caso por perdido. Tan sólo el hermano espera y cree en el milagro. Dos años después ha ocurrido. En Italia, en la del sur, la de los desheredados. Un páramo es más sonoro que ese silencio de Salvatore Crisafulli. Lo quebró. La primera palabra invoca a la madre. Narra después: "No podía hablar, no podía hacer nada para darles a entender que estaba ahí. Y lloraba".

6 ¿Cuántos no se sentirán en coma? ¿Podemos imaginarnos ese infierno, caer en ese pozo oscuro en el que oímos todo pero nadie nos escucha? Esa voz interior que quiere salir y una neurona no le deja. La historia sucedida en una pequeña localidad de Sicilia parece un relato de Milagro en Milán, de Cesare Zavatini, sólo que a mí su eco me traslada a esa fortaleza que se ha montado en el extremo norte de Marruecos, en las españolas Ceuta y Melilla, cabezas de turco y verdugos a la vez. No escuchamos su grito cuando cae la noche, la piel les camufla en la hora de las estrellas, sólo los alambres de espinos brillan. En el interior de las montañas sus quejidos son sordos, su resolución de abandonar la pobreza es la única voz que atienden. Por más alambradas, por más policía, por más ojo que todo lo ve, no van a parar. El norte ha gritado muy alto su condición de tierra de promisión. ¿Cómo quieren que permanezcan por más tiempo en coma?

Un hombre yace más de setecientos días en una cama. Puede escuchar ese sonido hospitalario -no acogedor sino lo contrario-, ese bombeo de su sangre que se resiste a la quietud. Escucha las voces a las que no puede dar réplica. Y llora. ¿No sienten que es una amarga metáfora del signo de nuestros tiempos?

La cultura grita, el arte se hace evidente cuando siempre fue la manifestación de la contención precisa, el gesto sí, pero una línea de más puede dar al traste con la composición. Lo recordaba el otro día Erwin Bechtold, un sabio pintor, que se sacude la banalidad de estos tiempos. "Hoy todo es efectivo".

Vivimos así, a lomos de la prisa, sin detenernos como adolescentes agitados, como orugas, sin darnos tregua a contener la respiración y darnos un poco de tiempo. Sólo un poco. ¿Por qué después les pedimos a las masas de los pobres que frenen en una carrera suicida hacia este abismo confortable que nos hemos montado y que le llamamos vida? Porque quieren ser escuchados. No quieren seguir en coma. No quieren seguir mudos. Tienen algo que decir. Quieren dejar de llorar. Del bosque se ha escuchado: ¡Mamá!