El invierno se hará más largo sin el asesinato de puntillas y en puntillas que abreviaba las veladas noveladas por P.D. James. Muertes violentas en editoriales, en mansiones, en hospitales. El aislamiento irreversible de cada ser humano, la cuidadosa escenificación criminal de una Patricia Highsmith manchada de sensibilidad. Las grandes damas sangrientas, Highsmith y P.D. James, prefiguran lo crudo y lo cocido, la condena y la redención. La primera aspira a que el lector experimente el asesinato, la segunda desea que lo asimile.

P.D. James no necesitaba psicópatas en serie, como en los rompecabezas escandinavos. Un ligero desvío de la norma provocaba un cráneo machacado, un odio se amontonaba durante décadas hasta reflejarse en el filo del cuchillo. Sin convivencia, brota la depresión, en compañía mana la sangre. La novelista solo estaba predestinada al sufrimiento, de los bombardeos nazis sobre Londres o de un marido crónicamente enfermo. Su detective Adam Dalgliesh encarnaba las virtudes silenciosas del compañero que solo pudo soñar.

Escritora tardía, tozuda y autodidacta, desdeñaba los trucos fáciles de la brutalidad. Había adquirido el optimismo de que las cosas no pueden empeorar. Sus crímenes transcurren sobre el escenario, el lector se siente resguardado en su condición de espectador, arrebujado bajo las mantas. La acción se deslizaba inesperada entre los infinitos compromisos de la vida británica. Creó su Londres y su campiña británica, en narraciones con olor a musgo.

Quiso ser teórica de su vocación artesana, dictando consejos a las nuevas generaciones de escritores en negro. Como Highsmith, cabría decir. Cualquiera de sus últimas diez novelas es una escuela de narrativa. Aguantó con excelente apetito pasados los noventa, pero algo nos temimos cuando interrumpió su cadencia de entregas. O cuando frustró su intención de prolongar una trama de Jane Austen, el referente universal de la mujer escritora. Fue excelente compañía invernal, P.D. James, tan conservadora.